La vi salir cada día, muchas veces sin rumbo fijo, sin estar segura de a donde ir. Fueron muchas las veces que se detuvo en el camino a pensar que hacer o conseguir.

Mientras tanto yo en casa esperaba, sin ninguna preocupación su regreso y en sus brazos me lanzaba, la llenaba de besos a su llegada.

Ella me sonría, entraba a la cocina y nos preparba los más deliciosos platos, con lo poco que tenía. Jamás imagine el esfuerzo, mucho menos sus lágrimas, cuando la plata no alcanzaba y se llenaba de agonía.

Hubieron noches en que no preparaba aquellos deliciosos manjares, sino que con una canción nos hacía dormir y olvidar el hambre, con la promesa de que al otro día comeriamos algo sabroso.
Pero a ella nadie le cantaba, se dormía entre lágrimas, arropada en sus pensamientos que buscaban una solución en medio del desespero.

Un día la escuché llorar, mi papá nos dijo que todo estaría bien. El no tenía trabajo y decidí irme al campo con unos amigos a sembrar maíz y trigo. Era como jugar a la granja con apenas 10años y llegaba sonriendo a casa, con lo que había cosechado.

Mi mamá sobaba mi cabeza y con un beso en la frente, recibía lo que le llevaba y al darse vuelta sus lágrimas ella limpiaba.

Me toco crecer, convertirme en madre y me he visto caminando por las misma calles, pensando mientras avanzo entre la multitud, ¿qué llevaré a casa?, es ahora mi inquietud.

Mis pequeños me reciben en casa con los brazos abiertos, esperando que mis manos no esten vacias a su encuentro. Por ellos, tuve que atravesar las fronteras, dejarlo todo, mi vida entera. Avanzar sin conocer nuestro destino, pensando en un mejor futuro, donde sean solo niños.

Donde no tengan que trabajar creyendo que es un juego, donde vivan su infancia en pleno. Y así se repite la historía que muchas madres viven día a día, buscando calmar el hambre de sus pequeños en medio de tantas luchas, en un país que ata sus manos y nadie escucha.