Una Relación Especial (cuento)

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Imagen de pouria masoudi en Pixabay

Nunca se supo si en realidad su nieto o su hijo. Tampoco le importó gran cosa, mientras pudo averiguarlo. La madeja le tocó desenmarañarla al muchacho, después que se hizo adulto.

Era un hombre próspero y con mucha suerte con las mujeres jóvenes, que eran su pasión. Nunca tuvo una mujer de su edad, y mucho menos mayor. Decía que los árabes las buscaban con una estatura que no sobrepasara la de su hombro, una fortuna igual a la suya, y la mitad de su edad como promedio. Más que una creencia general, era un dogma que cumplía sin discusión, y a sus 60 años, no iba a cambiar sus principios por más que sus amigos le insistieran en que aceptara la compañía de una mujer mayor, para que no estuviera solo en sus últimos años de vida.

Todo cambió el día cuando una joven de 17 años que frecuentaba su casa, le dijo que estaba embarazada. Como no supuso que el embarazo tenía algo que ver con él, se explanó en consejos sobre el significado de una nueva vida, y cómo transforma la existencia de una mujer después que lo siente moverse dentro de su vientre. Ella lo escuchó atenta y le dijo al final, “el niño es tuyo”, sosteniendo la mirada frente a él como una prueba de que no mentía. “No me digas esa vaina, que no te la voy a creer. Un viejo como yo no preña, ni después de un año de abstinencia”

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Pero dejó la cosa así. La única condición que le puso fue que no dijera que era de él, para que los amigos no le faltaran el respeto con mamaderas de gallo. Ella convino que tenía algo de razón, y le respondió que mientras le cumpliera con el muchacho, y si era varón lo llamaran Elias, ella no se metía en sus asuntos, y si él quería, hasta podía decir que era su hija, y el crio su nieto.

Los amigos reconocían que era un buen hombre, haciéndose cargo de aquella hija, a la que no veía desde mucho tiempo atrás, y que algún desgraciado tiró al abandono con una barriga como de morochos y más con lo caro que estaba todo, por la negligencia del gobierno con los hospitales.

La barriga fue creciendo, y ella engordando hasta tomar la forma de un tonel. En la misma proporción él se fue alejando hasta que decidió darle una habitación aparte. En lo sucesivo, ella disimulaba no darse cuenta cuando él metía a otras jóvenes a su dormitorio, sino que seguía cantado, como solía hacerlo mientras cocinaba o limpiaba, sin hacerle reparos por su costumbre de viejo sátiro. Un día nació el muchacho. Sano y alegre como las pascuas, y los compañeros más cercanos lo felicitaron por ese nieto que algún día sería su bastón. “Al primero que vio y le sonrió fue a mí” le decía ufano a sus amigos. “Es de una inteligencia prodigiosa, y por lo que me dijo el astrólogo, tiene el corazón bondadoso de los hombres con almas viejas” ellos sonreían indulgentes, mientras el amigo seguía refiriendo las virtudes sobresalientes de su nieto.

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En adelante, el retoño y él eran uno solo. Primero en sus brazos, y luego de la mano para todos lados. Jugaba con el niño y a veces salían peleando, porque el muchacho lo descubría haciéndole trampas, pero enseguida se reconciliaban para seguir jugando. En las noches lo dormía echándole los cuentos de su vida, donde era siempre el héroe que ganaba todas las peleas, y enamoraba las niñas más bellas, hasta que él también sentía sueño y amanecían durmiendo abrazados.

Vino la escuela, y las tareas en la casa, con mala suerte para el nieto, porque el abuelo siempre salía insultando a la maestra por estar equivocada en casi todo lo que enseñaba, excepto en lo que estaba de acuerdo con él, pero al niño presentar sus tareas, le ponían una nota baja, y venía otra vez la discusión con la maestra en la puerta del salón, donde le demostraba con libros en varios idiomas, que estaba equivocada y debía enmendarle la nota reprobatoria.

Creció con el humor inteligente del viejo zorro, que para todo encontraba una respuesta ingeniosa, y hasta en el caminar tomó la costumbre de andar encorvado como el abuelo. La madre por su parte, nunca le aclaró que no era su abuelo, como lo creyó siempre, sino su padre, según el registro de presentación donde aparecía con el mismo apellido.

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Una vez se cayó de noche en un pozo y se partió un brazo, por lo que quedó inhabilitado por un tiempo largo, y a Elías le tocó aprender a sus 12 años, a manejarse con los números y la computadora. En poco tiempo ya era un experto en asuntos de contabilidad, y en llevar los papeles a las oficinas de hacienda y a los bancos, donde se oficializaban para después entregarlos y cobrar los honorarios correspondientes. “MI abuelo está un poco enfermo y le estoy haciendo el favor” era su respuesta cuando le preguntaban por el contador.

Cuando le vino el accidente en las escaleras donde perdió la visión por un ojo por un golpe en la cabeza, la lectura corrida le generaba mucho cansancio, y aunque seguía produciendo con la ayuda de Elías, sintió que era hora de donar sus libros. El muchacho los ordenó según sus instrucciones y anotó cada uno de los títulos. Cuando hubo terminado, le hizo entrega formal de su biblioteca, y casi llorando le encomió: Elías, aquí está todo lo que un hombre de nuestro tiempo debe saber, si aspira moverse con soltura en el mundo. Lo demás es pura paja. Esta biblioteca es una suma de esencias. No busques por otro lado.

Al cumplir 75 años le dio un infarto del que sobrevivió por un milagro. Con mucho esfuerzo bajó las escaleras con la mano en el pecho y se dirigió al hospital sintiendo que ya le había llegado la hora final. No tenía miedo de morir, pero sentía un hondo pesar al saber que Elías quedaría solo, con su madre y sin ningún sustento. El médico hizo todo lo que pudo y a los dos días ya estaba subiendo las escaleras hacia el apartamento, ayudado por el nieto.

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Aunque la providencia no lo quería fuera de este mundo, le habló al que todo lo puede y le pidió una tregua, para que Elías terminara de crecer y se formara en algún oficio con él a su lado. Y así fue. Pasó ese año y el que le sigue, y el viejo seguía como si nada hubiera ocurrido. Elías le mostraba las novias que levantaba y el abuelo le daba o no su aprobación dependiendo de lo que le viera. “Elías, nuca te enamores de mujeres celosas, ni de las que son muy exigentes, pero no producen. Pero sobre todo húyele como a la peste de las que son licenciosas y se hacen las disimuladas. Esas te harán sufrir sin clemencia, porque se alimentan del engaño, y nada las hace cambiar”, sentenciaba filosófico. Las mejores son las que saben reír, porque esas no controlan, sino que tienen su propio mundo, y les gusta hacer oficios. Claro, se supone de antemano que tienen de todo, menos de feas.

Aunque renco, tuerto y con 80 años encima, seguía viendo a las jovencitas con la misma picardía de toda la vida, y para no darse por vencido, encomiaba a Elías a que las piropeara, y hasta le sugería qué decirle. El nieto se reía y le respondía que ahora las carajitas enamoraban a los varones y no era necesario decirles nada, sino bastaba con ser diferente a la mayoría, y gastar sin miramientos, cuando se podía.

Una noche le repitió el dolor en el pecho y supo que esta vez no habría tregua. Para el nieto fue muy duro, cuando el médico le dijo que su abuelo estaba de cuidados, y que en cualquier momento podía morir. Fueron meses de remedios y poca conversación, hasta que un día murió en sus brazos, y ya no tuvo con quien reírse como lo hacía cuando le contaba alguna travesura que hacía en el liceo, o las trampas con los naipes, que manejaba como un tahúr.

Lo único que le salió de manera espontánea fue una carcajada resonante, que se escuchó en las otras oficinas, cuando el notario y la madre le aclararon que el viejo no era su abuelo, ni el padre de ella, y que eso fue así para que los amigos no se burlaran de aquella relación tan particular.

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