Muerto en Choroní

6 horas, suena la alarma... Otra vez. Me levanto, entro en el baño y salgo 45 minutos después. me visto en 15 minutos y salgo de casa a caminar 3 cuadras para tomar el metro que, luego de 26 minutos en promedio, me deja en el centro de la ciudad, donde me espera otro tramo de 12 cuadras a pie.

Trato de llegar a la oficina a las 8 horas o antes, para poder desayunar tranquilo, sin ruidos ni gente que mire mi desayuno y me pregunte cómo puedo comer esas cosas tan temprano. Trabajo prácticamente todo el día sentado mirando un monitor escribiendo programas en un lenguaje que resulta incomprensible para el 99% de la población.

Los issues y los mails van y vienen, se resuelven para atacar el próximo que ya mi jefe me tiene guardado en su planificación mensual.
Espero con ansias las 18 horas para terminar mi jornada laboral e irme a casa a ponerme los zapatos de mi otro trabajo, el de ser papá y esposo.

Esta rutina se repite a cabalidad de lunes a viernes a cambio de un sueldo que me permita vivir en la raya de la pobreza, luchando por darles una mejor vida a mi familia, a 7 mil kilómetros de mi casa, de mi familia y amigos, de mis afectos...

Hoy me invita a charlar la psicóloga de la empresa y de entrada me hace esta pregunta: ¿Cómo deseas terminar tu vida? Me quedé pensando unos segundos y le dije sin vacilar: Muerto en Choroní.