La tranquilidad antes de la desgracia.

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(Edited)

Desde que me mudé a la residencia comenzó un ligero malestar, un cosquilleo, detrás de la cabeza. No había nada inusual en el comedor, ni en la sala con el balcón abriéndose a la piscina, ni en los dos cuartos. Sin embargo, había algo en la manera en cómo flotaban las cortinas, en la pacifica agua en la piscina debajo, y en el calor íntimo, que acentuaban la sensación. Una idea supersticiosa sobre la mudanza y el cambio, quizás. Un remanente de la enfermedad, quizás. Lo que me hizo comenzar este diario fue un episodio banal: me había quedado dormido en el mueble recostado de la ventana, y al levantarme empapado de sudor y confuso, vi en el pasillo un juego de luces. La claridad entraba al apartamento iluminando el techo y el suelo de cerámica, los costados del pasillo quedaban ocultos en sombras al contraste. La oscuridad y la luz bailaban en su encuentro, como si se tratase de cumbres y valles. Yo tenía miedo, por alguna razón, del entrecruzamiento. Me levanté para descorrer las cortinas; mis pasos sonando en el silencio y la camisa, fría, en mi pecho, me asustaron. No había eco. Fui consciente de la soledad. Nadie podía oírme. Aún confundido pensé que el pasillo con las luces abrazadas convertidas en una, con la alfombra de silencio alrededor, era una voz.

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Ahora que lo pienso y que llevo unas horas escribiendo, lo que sentí al entrar al apartamento, ya lo había experimentado antes. En mi infancia mi padre y yo solíamos hacer viajes de pescar al atracadero detrás de la casa. Allí pasábamos todo el día; los dos sentados en el muelle, en un silencio feliz; el tomando cerveza, yo sosteniendo la caña viendo el mar. Siempre regresábamos por el sendero de tierra, conversando. Ese día, en cambio, nos encontramos con el inicio de una tormenta; el cielo se veía oculto detrás de inmensas nubes negras, y los árboles eran sacudidos violentamente por el viento de una manera que nunca había visto. Mi padre, sosteniéndose el sombrero de la tierra que era arrojada, gritó que debíamos salir de allí. Comenzó a caminar deprisa, lanzándome advertencias. En algún momento quedé paralizado sintiendo la brisa fría envolviéndome y viendo el ancho cielo marcado de relámpagos. Al volverme no vi a mi padre. Estaba solo. A pesar de la preocupación al encontrarme abandonado, mi mayor miedo era lo que podía ocurrirme si le daba la espalda al cielo. Sentí vértigo en el vientre, y vi como todo reducía su movimiento; el viento cesó, dejando un espacio de perfecto silencio. Eso sucede, me explicó mi padre luego, porqué la tranquilidad antes de la desgracia es algo azaroso, incierto.

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Hace una semana que no escribo nada, y si lo hago ahora, es solo porque tengo en la memoria los detalles frescos. Había olvidado el asunto por considerarlo excéntrico. Después de todo para eso son las vacaciones, para descansar la mente. Hoy tomé una de las tantas siestas que se están haciendo habituales en el mueble de la sala, cuando tocaron el timbre. Al levantarme tenía insolación por haber dejado la ventana abierta en pleno mediodía. Al abrir la puerta la cabeza me estallaba de dolor. En el umbral había una anciana y un niño.

— Buenas tardes, disculpe, espero no interrumpir. Somos sus vecinos— dijo la anciana mientras me ofrecía una mano blanca — Yo soy Santana, y él es mi hijo, Juan. Queríamos saludar, no solemos tener nuevos inquilinos, ya se sabe que con todos los problemas que sufre el país se está volviendo un poco complicado que las personas vengan. Pero somos muy buenos huéspedes.

El niño parecía apenado. Levantó la mirada y sonrió.

Les di las gracias y los invité a pasar. Iba a decir algo más cuando un relámpago amarillo de dolor cruzó mi vista. Oía voces lejanas y el suelo trastabilló; me recosté en la pared y vi dos figuras del mismo tamaño inmóviles frente a mí, en silencio. Por fin una se acercó.

— Le decía, que si se encuentra bien ¿Se ha tomado algo, quieres que llame un doctor? Tienes que cuidarse, señor Carlos. Juan, búscale una pastilla al señor. No queremos que se nos muera aquí. Descanse, recuéstese.

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Al pronunciar la última frase mire a Santana. Me pareció que el tono empleado estaba revestido de cierta ironía. Me devolvió la mirada, y aunque intenté encontrar algo en ella, el dolor me hacía ver gotas negras. Me ayudó a recostarme y esperamos mientras Juan buscaba la medicina en su apartamento. Pasaron veinte minutos de la anciana caminando por la estancia mientras yo aguantaba los embates tirado en el mueble. La mancha había ganado terreno y ahora mi vista solo era un círculo lejano por el que la veía andar, alejada. Oí llegar a Juan y hablar con la anciana. Quizás fuese producto de mi estado de salud, pero me pareció un dialogo muy largo mantenido en silencio.

—Bueno aquí esta, tome—Volvió a mí sus ojos oscuros y ofreció en la palma de la mano una tableta negra.
Nunca había tomado una pastilla de ese color.

—Tómesela, le hará bien. Ya le dije que aquí tratamos muy bien a los inquilinos.

Aunque dudaba, cedí y me tragué la pastilla. Al levantarme para despedirlos se habían abierto las cortinas, dejando filtrarse la luz. La cabeza me palpitaba y los colores bailaban frente de mí, sin embargo, la anciana y el niño bajo el arco del pasillo, parecían armonizar, convertidos en uno.

Después de la visita dormí hasta el día siguiente.

Ahora que lo pienso, nunca oí al niño hablar. No que lo pueda asegurar con certeza.

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PD: Un viejo relato que tenia, ahora revisado y cambiado algunas cosas para mejorar su lectura y acentuar la sensacion.



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4 comments
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Saludos @poesiaenpirica,

Un relato contado en primera persona con un buen uso de las descripciones y breves diálogos. Me gustó tu estilo narrativo.

Gracias por compartirlo. Que tengas un excelente viernes.

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