Capítulo Cinco: Un día a la Vez — Jardín de Amapolas

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Un día a la Vez:

Los Motivos de Alan.

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El chico despeinado cayó sobre el mullido sofá de la estancia suspirando.

Dolía.

Cada músculo de su cuerpo dolía y se quejaba con el más mínimo movimiento que hacía.

Necesitaba contratar más personal que asistiera en el gimnasio —o por lo menos un par de manos extra los días de limpieza—.

Empezaron a dispararse punzadas de dolor en su sien. Las cuales aumentaron cuando la puerta trasera fue abierta y por ella entró un hombre alto, con sobrepeso, de barba espesa y rubia teñida de canas. Su imagen podría ser ligeramente semejante un Santa Claus rubio y descuidado.

Sin hablar de su expresión envejecida y su olor rancio.

Alan elevó ligeramente el rostro en su dirección antes de arrugar la nariz y esquivarlo:—Hola, papá.

No le gustaba mirarlo demasiado, no porque sintiera vergüenza o alguna especie de rabia en su contra —aquellos sentimientos venían enraizados por otras razones— sino porque no soportaba el peso de sus ojos, tan borrachos y distintos a los suyos, recordándole lo que diariamente trataba de olvidar:

Él podía terminar como su padre.

Porque esa siempre seria una posibilidad, que no importaba qué tanto corriera, se escondiera y trabajara para escalar la montaña. En cualquier momento podría tambalear, caer y acabar siento ese hombre obeso y desaliñado con en constante estado de ebriedad y llanto.

El hombre se dejó caer frente al mayor de sus tres hijos y lo miró, como hace años Alan ya estaba acostumbrado, distante y sin expresión.

—Hola, hombrecito.

Y por un momento la comisura de su labio se elevó, aquella era la forma en que su madre solía referirse a él cuando estaba viva. Su padre seguía a ferrándose a cada pequeña cosa que ella había dejado atrás.

A todo menos a sus hijos.

—¿Sabes en dónde están Arturo y Asteri?— Preguntó por el simple hecho de hacer conversación, él nunca tenía idea de dónde estaban sus hermanos.

Esta vez no fue distinto:—No estoy muy seguro. Esos dos chicos, hombrecito, no han dejado de pelearse entre ellos estas últimas semanas. Ya había olvidado cómo se sentía la paz.

Si aquello fue un chiste, a Alan no le había dado nada de risa.

Antes de poder preguntar, la puerta trasera se abrió y fue azotada fuertemente dejando entrar como un relámpago al tomento de diecisiete años, Arturo, y al sumido chico de trece, Asteri. Aquello no elevó sospechas en Alan si no fue hasta que su mirada cayó en el pómulo inflamado del chico mayor.

Sintió la bilis subir por su garganta.

Aquellos dos ni siquiera se percataron de su hermano mayor, mucho menos en su padre, cuando entraron en la cocina y abrieron la hielera.

—¡Te he dicho que no te metas en esto, Asteri!— Gruñó el chico más parecido a Alan de los dos, pero sin sus ojos, Arturo poseía el temperamento de Alan con los ojos cansados de su padre. Mientras que Arturo era menos rubio, pero más angelical que los otros dos juntos.—¡Maldición, mira como he quedado!

Para ese momento, Asteri, con sus mejillas sonrojadas y los ojos brillantes de impotencia y lágrimas, interceptó a Alan como una sombra que se movilizaba silenciosamente hacia ellos. Pero sin llamar la atención de Arturo. Alan los observó a ambos con el ceño fruncido desde el marco de la cocina.

Arturo cada vez estaba más al borde de la histeria.

¡Ni siquiera pienses en llorar!, ¿Me escuchaste?—Se acercó a él de forma salvaje, aquello activó las alarmar en el cerebro de Alan, pero antes de que pudiera arrojarse sobre su hermano, este intervino tomándolo por la espalda y sujetándolo con fuerza.

Arturo gritó y forzajeó.

Pero no fue hasta que reconoció a su hermano que quedó paralizado con la vista fija en Asteri.

La bolsa de hielo cayó sobra la encimera.

Alan lo soltó y caminó hasta ubicarse entre ambos —luego de revisar el rostro de Asteri—, él no tenía nada alarmante.

En la sala reinó el silencio, como cada vez que Alan merodeaba por los alrededores, pues si él no daba signos de aquel día iba a ser normal, todos —incluyendo el borracho y despistado hombre del sofá— caminaban de puntas por aquella vieja y triste casa. Después de todo, desde la muerte de su madre, Alan era la única figura de autoridad que aquellos dos niños habían tenido alguna vez.

—Espérame arriba.—Siseó, Arturo gruñó.—No voy a decirlo dos veces, Arturo.

Y este, sin ser capaz de contraatacar a Alan, miró con odio a sus dos hermanos y se retiró.

Su padre rompió el silencio destapando otra lata de cerveza, Alan quería ahorcarlo en ese momento.

Suspiró cuando la puerta de su cuarto fue azotada.

—No fue su culpa, Alan.—Susurró Asteri.—Fue mi culpa.

—¿Tu culpa?

Estaba nervioso, Asteri no era un chico que se caracterizaba por meterse en conflictos, mucho menos por iniciarlos. Era, quizás, el polo opuesto a todo lo que los Roy's habían conocido antes: tranquilo, sumiso, obediente y sentimental. Alan lo cuidaba en exceso por las mismas razones.

—Uno de los chicos mayores estaba molestando a Arturo,—confesó, sus mejillas se tornaron aún más rosadas que antes y su labio inferior comenzó a temblar— Yo solo, y-o sol-oo

—¿Qué hiciste, Asteri?— Preguntó suavemente, pero ya tenia una idea muy clara de qué pudo haber pasado.

—Le dije al profesor de gimnasia.—Soltó.

Alan abrió los ojos sorprendido y silbó.

Así que los chicos le dieron una paliza a Arturo por acusarlos con un profesor.

Vaya mierda, Asteri.

Pensé que ellos serían castigados, no creí que fueran tras Arturo.—Las primeras lágrimas se hicieron presentes en el rostro del niño.—Yo lo siento mucho, pero él no me perdona.

Ser el responsable de dos adolescentes no es algo que se enseña en ninguna escuela, debes ir aprendiendo y sobreviviendo sobre la marcha. Y sus dos hermanos, además de ser sumamente opuestos, eran extremistas en cuánto a sentimientos.

—¿Si entiendes cuál fue tu error, cierto?—Preguntó ganando algo de tiempo mientras pensaba en cómo atajar aquella situación, de un momento a otro el dolor de su cabeza se intensificó y tuvo que cerrarlos por varios segundos para despejarse.

La mirada de Asteri era de inocencia y confusión.

—¿No haberte llamado?—Preguntó a tiendas de acertar.

Aquello hizo que Alan estirara la comisura de los labios en un vestigio de sonrisa.

—Aparte de eso, claramente.

El chico negó con a cabeza en resignación.

—A veces, enano, no puedes ayudar a menos que te lo pidan.—La mirada de Alan siempre había congelado sus movimientos. Sabía que no era una mala mirada, que no tenía por qué temer nunca de su hermano.

Aquella era su expresión natural, sin embargo, siempre consideró que había algo en ella capaz de cohibir y suprimir los pensamientos de cualquiera que lo mirara fijamente.

—¡Pero él no iba a hacer nada!—chilló.

—¿Le preguntaste si quería ayuda?

Asteri frunció el ceño en disgusto: —Me habría dicho que no.

Alan alzó su espesa ceja izquierda y lo miró.

Asteri sabía que no tenía la razón. Aún así. le costaba mirar cómo los chicos de la escuela se reían de Arturo por inscribirse solo al concurso de talentos de la escuela.

¿Pero cuáles eran sus opciones?

Aquel concurso se llevaba a cabo cada año, en todos los colegios, con el fin de recaudar algo de dinero para las actividades extracurriculares que se impartían en él. Arturo, por ser parte del equipo de fútbol, estaba obligado a inscribirse. Sin embargo, aquel concurso —por tradición— era realizado por padres e hijos.

Cosa con la cual ni él, Arturo o Alan contaban.

Y Alan hace mucho que tuvo que desistir de poder ir a todas las prácticas de su hermano. Mientras más tiempo pasaba en el bar, más dinero ganaba para ellos.

Así que cuando su hermano mayor se vio envuelto en burlas por chicos más grandes y más estúpidos que lo tildaban de huérfano, se sintió desesperado por hacer algo al respecto.

Y de pronto todo se arruinó.

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Alan escuchó cada palabra que salió de la boca de Asteri sin expresión, pero con el corazón latiendo fuertemente contra sus costillas a punto de hacer un hueco en ellas y salir de su pecho. Sentía las pulsaciones en sus oídos, como cada vez que tenía que enfrentar alguna situación dolorosa en la cual no podía simplemente gritar y comprar los platos como cualquier desquiciado haría.

Cuando su madre murió —y su padre se volvió un muerto viviente—, él tomó las riendas de su casa muy prematuramente.

Para cuando quiso darse cuenta, ya no era el hermano mayor divertido con el cual Arturo jugaba videojuegos y contaba historias en su fuerte de sábanas de superhéroes por las noches, sino el responsable de que cada mañana, al llevarlo al jardín de niños, tuviera su lonchera lista y el uniforme limpio.

Alan se convirtió en el hermano que asistía a sus prácticas de fútbol con una pañalera en la espalda y un bebé Asteri al cual debía sacarle gases a mitad del partido.

Por eso, de alguna forma, las relaciones entre los tres se tergiversaron un poco.

Pues claramente Arturo había dejado de recurrir a él en busca de auxilio. Ahora, en su etapa rebelde de adolescente, no se rebelaba del yugo simbólico de su padre, sino de Alan.

Amaba a sus hermanos de una forma en la que jamás podría demostrarles lo suficiente, pero había distintas formas de amor en aquel sentimiento; pues Asteri era solo un bebé cuando Alan lo sostuvo entre sus manos, así que mientras Arturo y él se sentaban en la mesa a hacer sus tareas escolares, Asteri reposaba dormido sobre su pecho succionando su chupón.

Su nombre había sido la primera palabra de Asteri, pero el primer gol de Arturo también había sido suyo.

En algún punto de aquella rutina, Arturo se convertido en su único y pequeño hermano hiperactivo, y Asteri en su sensible y sobre-protegido hijo.

—Todo va a estar bien, enano.—Le dijo cuando sintió que este lo rodeó con sus brazos. Asteri odiaba sentir que Arturo estaba enojado con él, no soportaba que sus hermanos se sintieran lejanos por más que lo estuvieran. Se separó de él y se inclinó a la altura de su rostro—Escúchame, iré a hablar con Pitufo Gruñón, ¿de acuerdo? Solo espérame en tu habitación.

Y este asintió como cada vez que Alan le daba alguna orden.

Aún sentía el malestar reposando en su garganta, pero la experiencia le había demostrado que aquellos problemas había que arreglarlos cuando aún seguían calientes y vivos.

Así que tragando el nudo amargo en su garganta cerró los ojos para que estos no acumularan lágrimas, resistiendo el dolor de su espalda; Alan se enderezó, relajó las dolorosas lineas de expresión de su rostro —sin dirigirle una sola mirada al hombre fantasma sentado en el mullido sillón— para luego encaminarse en busca de su versión en joven y energúmena.

No le importaba qué etapa de su vida pensaba que estaba viviendo, Arturo debía saber que no podría nunca sacudirse de encima a Alan, mucho menos a Asteri.

Miró el reloj de la encimera asegurándose que aún le quedaba suficiente tiempo de "descanso" antes de tener que irse corriendo a supervisar la limpieza y el inventario del bar.

Solo existía una cosa peor que los músculos adoloridos de su cuerpo, y era la impaciencia de Angus Roy, es decir, el abuelo Roy.

Vive solo un día la vez, Alan, solo un día a la vez y sobrevivirás.



Leer previamente:
Capítulo Cuatro: Pequeño Monstruo II — Jardín de Amapolas
Capítulo Tres: Pequeño Monstruo — Jardín de Amapolas
Capítulo Dos: ¿Quién es Alan Roy? — Jardín de Amapolas
Jardín de Amapolas — Capítulo I: Una Llamada


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Pierwotnie opublikowano na Un Boulevard de Sueños. Blog na Hive napędzany przez dBlog.



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