Por muchos años sentí que la vida no tenía sentido, no en una forma desesperanzadora, si no que debía haber algo más esperándome, la cuestión es que no sabía lo que era ni cómo llegar ahí. Recuerdo el día en el que no tuve que cuestionar más mi existencia, la razón llegó a mí bajando del cielo.

Un Dios bajaba del cielo como si en las nubes detrás de él hubiera una puerta por la que acabara de pasar. Hermoso como ninguna creación vista en la tierra, piel blanca que resplandecía con el brillo del cielo a su espalda, cabello rubio y un par de alas blancas que tenían la fuerza de levantar grandes cantidades de polvo en su descenso a la tierra.

Estaba maravillado observándolo hasta que puso los pies sobre el suelo frente a mí y su apariencia cambió totalmente, su cabello se tiñó de negro, su piel adquirió el color rojo del fuego vivo y sus alas blancas se convirtieron en dos extenciones negras que ardían eternamente rodeadas de llamas. Sin poder moverme él se acercó a mí sonriendo arrastrando la punta de sus alas dejando un rastro de hollín a su paso; pasada la primera impresión y aceptando la existencia de un ser como él sin cuestionar mi cordura decidí acortar la distancia y terminé de dar los pares de pasos que nos separaban.

No sé si sus palabras marcaron más mi existencia o fue la cadencia junto al tono de su voz, grave, profunda, con un acento que hacía exótico su hablar. Me dijo que era uno de los cuatro jinetes que traerían el apocalipsis a este mundo que habitaba, la hora estaba cerca y era momento de tomar mi verdadera forma.

Sorprendido, y finalmente teniendo la certeza de que el vacío que sentía era justificado lágrimas comenzaron a salir de mis ojos, una sonrisa se plasmó en mi rostro y dije que sí, que no podía esperar. Él terminó de acercarse a mi y tomó mi rostro en sus manos, el calor que desprendía era embriagante, sus labios tocaron los míos y justo al cerrar los ojos sentí mi cuerpo arder en llamas que consumían todo lo que conformaba mi forma física y mortal, sentí el dolor, la destrucción segundo a segundo de mi carne, mis órganos, incluso como mis huesos se convertían en polvo y eran arrastrados por el viento.

Al abrir los ojos ya había tomado mi forma divina, nuestros labios aún se tocaban y al separarse de mí a nuestro alrededor surgieron el resto de los seres que estábamos destinados a la destrucción de este mundo y de los seres humanos. Eran una Mujer, un Grifo, y un Colibrí, que sus formas divinas eran tan sublimes como el Dios que nos había otorgado tal poder.

Sin decir una palabra más todos nos separamos del suelo y comenzamos a volar, aún sin poder creer del todo la situación volteé el rostro y observé como mis alas negras se tornaban de un blanco inmaculado. Sonriendo con el poder de las llamas que había en mi interior sabía que iba a disfrutar el tormento en el que el mundo de los humanos iba a entrar dentro de muy poco.