No fue mi caso, pero con el tiempo descubrí que el ángel que le faltaba a mi vida, siempre había estado a mi lado.

De hecho, aunque en ese entonces no lo entendía, desde antes de mi nacimiento ya lo sospechaba, pues mientras estaba en el vientre de mi madre, sentía una presencia que me acompañaba, que estaba pendiente de ella para que yo me fortaleciese y nada malo me fuese a ocurrir. Y así transcurrieron mis primeros nueve meses de vida.

Cuando por fin estuve entre los mortales, me vi rodeada de múltiples seres –animados e inanimados– pero entre todas las miradas una era especial, de ojos saltones y vivaces, que me hacían sentir un ser especial y único.

El tiempo fue transcurriendo mientras crecía y experimentaba, siempre bajo la sombra y cobijo de ese ser que se había constituido como mi segundo ángel guardián. De él aprendí la paciencia y la constancia, el amor incondicional y mis primeras nociones del mundo espiritual, las leyes universales y el principio de la reencarnación, sus vínculos y consecuencias. Pues, sí... solo la reencarnación podría explicar los vínculos de afinidad que se generaron entre él y yo, previos a mi nacimiento y que se han mantenido, aún ahora en la distancia.

Muchas cosas han pasado desde entonces, en mis cortos años, pero he llegado a comprender que, aunque los ángeles ocasionalmente vienen en pareja, no tienen por qué permanecer así durante todas nuestras vidas. Unos se quedan, otros vienen y van, pero los que son eternos son los que nos enseñan lo que más necesitamos aprender, y siempre están presentes, aunque se encuentren ausentes.

Amo a mi ángel y el me ama a mí, nada más importa.