En el limbo parte 1

Había llegado a un inmenso infierno, y estaba preparado para él. Por mi mente se encontraban pensamientos tan horribles que ni el mismísimo Dante en su prosa más perversa podría relatar; también estaba preparado para eso que llaman “paraíso”, claro está, pero sabía que no iba a aquel lugar tan hermoso que describen los antiguos pasajes del libro sagrado.
De alguna manera aún me quedaba esperanza para ir al cielo, pes tengo entendido que con el verdadero arrepentimiento podría tener un verdadero perdón. Por fin logré entender esa quisquillosa frase que dice “lo último que se pierde es la esperanza”, ya que aún sin vida, mi espíritu lograba tener ese pensamiento banal y básico, pero fuerte. Muerto, tenía la esperanza de una mejor vida, la reencarnación, un reencuentro con mis seres queridos que hacía mucho no lograba ver, por lo menos no mientras optaba por tener los ojos abiertos hacia el verdadero, podrido y nauseabundo mundo.

Temía lo peor, el limbo, ese espacio donde no estás muerto o vivo, solo estas. Veo el limbo como una sala de espera de un hospital pulcro. Seguir con este relato sin describir la hermosura del limbo sería un pecado, y ya estaba fastidiado de ser un pecador; lástima para mí, que me había fastidiado demasiado tarde.

Tal y como les había contado antes, cuando estaba en el limbo lo primero que pasó por mi cabeza-y justo así lo describiré-fue una sala de espera de una clínica. Esta sala tenía un infinito piso de mármol tan limpio que servía como espejo, y desparecía con el horizonte. Cada diez metros emprendía del suelo perfecto un pilar tallado, hecho de una madera tan hermosa como el roble; al final de los pilares se puede ver un techo pintado con una particularidad increíble. Parecía que todos los artistas del mundo habían puesto una parte tremenda de sus vidas-o de sus muertes-en esta hermosa obra. Cualquier persona desearía estar muerto solo por el hecho de poder ver esta majestuosidad de obra infinita. El único detalle en esta gran obra era su inmensidad: el limbo es tan grande, que puede llegar a ser infinito, y al rato se vuelve tedioso, hasta llegar a odiar la perfección de la sala.

Tu estancia en el limbo es fácil de contar. Digamos que solo esperas a que algún tipo de ente indescriptible cuente tus pecados y buenas acciones. Aquí es donde se vuelve complicado, pues todas las personas son pecadoras activas. Los pecados valen, pero muy poco. Aún no encuentro una equivalencia entre pecados y buenas acciones, pero me parece grandioso que los demonios y ángeles si, y logren hacer un trabajo tan perfecto en tan poco tiempo.
Después de caminar algunos kilómetros, pues había contado miles de pilares, me había percatado de que el inmenso limbo solo es infinito porque se repite. Los entes me decepcionaron un poco, ya que, con las horas incontables de caminata, logré notar que solo es un “cortar y pegar” apreciable en la nada.

Caminé unas setenta horas, sin dormir ni comer, tampoco sin cansarme. El cansancio, las proteínas y el descanso son tan solo excusas para que tu alma muera y pase a mejor vida. Aquí en la muerte cosas tan estúpidas valen tanto como un pedazo de papel que vuela al sonar del viento. Vi un diván de cuero negro, tan limpio como el suelo que éste pisaba-podría recostarme, hace tiempo que no siento un acolchado en mi cuerpo-pensé, posteriormente me incline en este cómodo mueble, sintiendo un éxtasis que ni cien placeres lograrían comparar.
Me acosté en el diván y al cerrar los ojos caí en un profundo sueño, no porque tenía sueño ni mucho menos algo parecido, sino porque ya me había acostumbrado a los pequeños placeres de la vida, que no se logran disfrutar al máximo por la cantidad de inútiles preocupaciones que nos trae este mundo lleno de porquería viva, y grandeza sin relevancia.