El anciano caminaba por las calles, posando sus ojos en las aceras y el asfalto. Su ropa sucia y harapienta envolvía un cuerpo esquelético, cansado y débil. Tomó primero un papel, luego una botella plástica y la metió en un saco que llevaba en su espalda. Las personas a su lado miraban con asco al anciano, tal vez con algo de miedo, por lo que trataban de esquivarlo, cambiándose de acera, tomando otro rumbo. El anciano solo miraba hacia el suelo, como si buscara algo.

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Cuando llegó a una esquina, el anciano se detuvo y habló en silencio. Allí en mitad de la acera se puso a hablar consigo mismo. Sus manos se movían en el aire, como si trataran de explicar algo. Luego volvió a guardar silencio, miró hacia abajo y comenzó a desandar sus pasos. Como si las aceras tuvieran una marca, el anciano volvió a caminar por donde lo había hecho antes. Tomó un papel arrugado, una lata y una rama. Cada cosa que recogía iba al saco mugriento que tenía en su espalda. Dio tres vueltas nuevamente, luego se detuvo en la misma esquina de antes y volvió a hablar. La repetición de sus gestos, de su comportamiento, no pasaba desapercibido para los transeúntes que se alejaban despavoridos, con temor de ser contaminados, corrompidos con aquella sola presencia.

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Cuando llegó la noche y las calles se vaciaron, el anciano continuaba caminando en círculos, deteniéndose en la misma esquina y pronunciando las mismas palabras en silencio. Sus ojos escarbaban en la oscuridad, como si en algún momento algo hubiese perdido. Tomó una piedra pequeña, la tuvo en su mano y luego la metió en su saco. Miró hacia abajo y continuó caminando. La oscuridad lo iba poblando todo y el anciano se detenía en la misma esquina, sin mirar realmente su entorno sino buscando dentro de él, sin darse cuenta que estaba sentenciado a tener una memoria en penumbra.

HASTA UNA PRÓXIMA LECTURA, AMIGOS