Nocherniego | Relato corto |

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Nocherniego

   

    La exposición sería a la noche siguiente. Acabábamos de llegar a la habitación hacía poco más de una hora, pero yo ya estaba aburrido, quería conocer la ciudad.

    —No creo que sea una buena idea —dijo Walter, mi hermano y representante, al conocer mis intenciones.

    Insistió en que lo mejor sería quedarnos en los alrededores hasta el día de la exposición, nunca habíamos estado en esa ciudad y no conocíamos a nadie de allí, además de que mi última expedición turística terminó en una escaramuza en un putero. Tenía razón, no era una buena idea en lo absoluto.

    Se vistió, más elegante que de costumbre, y me preguntó si quería acompañarlo al bar del hotel, quizá ahí podríamos encontrar a unas chicas que hicieran menos aburrida la noche, según él. Respondí que me quedaría a escribir algo y dormir. Amo a mi hermano, pero hasta yo me doy cuenta de que es muy ingenuo. Esperé veinte minutos y salí de aquel lugar.

    Apenas caminé seis o siete cuadras cuando me topé de frente con lo que buscaba: un casino, Luna Nueva era el nombre del excéntrico establecimiento. Resultaba difícil ignorar las enormes letras con brillo de neón, que pude vislumbrar dos calles antes de llegar. Me instalé en las tragaperras y, en un abrir y cerrar de ojos, había perdido, literalmente, todo el dinero que traía conmigo a excepción. Maldije al casino, a la tragaperras y Walter, aunque no sé por qué a este último, al comprobar que solo me quedaba una ficha que, decidí un instante después, gastaría en los dados.

    —¡Eh! ¡Yo te conozco! —gritó un tipo que estaba dos máquinas a mi derecha. Se levantó y caminó hacia mí — ¡Robert Shiraf!

    —Me confundes con alguien más —respondí. Me sujetó por el hombro y, con la bobalicona sonrisa en el rostro, siguió:

    —No, sí eres tú. Lo sé. Hombre, soy tu admirador, estaré mañana en el museo para tu exposición.

    —Me alegro de oírlo, muchacho.

    —Kevin —se presentó y estrechó mi mano con la suya.

    —Vale, Kevin. En verdad apreció que me reconocieras —mentira, lo detesto —, pero quisiera gastar mi ficha e irme, si me disculpas.

    —¡Vamos a gastarla, entonces! ¿A dónde vamos?

    Comprendí que no se iría. Así que anduve, con él a mis espaldas, buscando la mesa de dados. Finalmente encontré una máquina, no era lo que buscaba, sin embargo decía dados mágicos, o una basura así. «Esto bastará», pensé.

    —Tienes que elegir un número y luego seleccionar si apostarás a que los dados mágicos caerán sobre o por debajo de ese número —explicó mi molesto y repentino nuevo compañero de casino, luego de que le pregunté —. Mientras más estrecha sea la probabilidad, mayor será la ganancia.

    —Suena fácil.

    Solo estaba ahí para perder mi última ficha, no obstante la quisquillosa suerte o, como dirían otros más creyentes que yo, las pretensiones del destino tenían algo diferente en mente, pues mi ficha se multiplicó en un centenar justo después de que los dichosos dados mágicos dejaran de girar.

    —Kevin, creo que la noche va empezando para nosotros —he de admitir que mi humor cambió tan rápido como el papel moneda me fue entregado en trueque por esos plásticos de casino manoseados.

    Kevin vivía en la ciudad, por lo cual fungió como mi guía en la búsqueda de gastar el dinero en lo único que puede, y merece, gastarse lo obtenido por apostar en juegos de azar: vicios. Una licorería de mala muerte fue nuestra primera parada, salimos de ahí con media docena de botellas de ron. Luego un callejón junto a un garito, donde compramos suficiente marihuana como para estar volados toda la semana.

    —Hay algo en el licor barato que le da un mejor sabor que el caro, ¿no lo crees, Robert?

    No sé si sería consecuencia de la mezcla entre cannabis y alcohol, pero en su cuestionamiento noté cierto aire poético, casi como si lo dicho hubiese sido un reflejo de las clases sociales manifestadas a través de marcas y calidades de ron, o algo por el estilo.

    —Claro que sí, amigo mío —respondí.

    Mientras hablábamos, sobre cualquier tema que dos ebrios y drogados pudieran tocar, la luz del alba relucía al horizonte, y el sol se avistaba desde la terraza donde dos desconocidos bebían y fumaban.

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Foto original de Pexels | Longxiang Qian

XXX

 

¡Gracias por leerme!

   

Posts anteriores:
PDV de un ratón
El libro de alquimia
El paciente de la habitación doce
Cuando se apaga el faro
Regreso a casa

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Excelente relato, sigue así, saludos

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Gracias, me alegra que te gustara. Saludos.

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