ÚLTIMO AMANECER SOBRE LA TIERRA

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(Edited)

Presento este breve cuento a propósito de la convocatoria de la comunidad de Literatos en el Concurso de relatos de ciencia ficción "Fahrenheit 451" en honor a Ray Bradbury.

-¿Crees que será cierto?
-Sí, nunca estuve más seguro.
-¿Y para cuándo terminará? El mundo, quiero decir.
-Para nosotros, en cierto momento de la noche. Y a medida que la noche vaya moviéndose alrededor del mundo, llegará el fin.

Ray Bradbury, “La última noche del mundo”

A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si la humanidad se destruye totalmente;
y la misma primavera, al despertarse al alba,
apenas sabrá que hemos desaparecido.

Sara Teasdale


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ÚLTIMO AMANECER SOBRE LA TIERRA

–¿Segura que son dieciséis? –volvió a preguntar el capitán–. ¿Estás segura?

–Sí –repetía la chica incansablemente.

El capitán rehuía la mirada de su subalterno, pues sabía bien que no podría evitar la sentencia, ya que así lo disponía la última Norma. Salió de la habitación hacia lo que en algún momento pudo haber sido una sala. Tuvo el impulso de levantar la visera de su casco y respirar hondo. Tal vez un cigarrillo, pensó; si tan sólo se pudiera conseguir. La sala estaba en silencio y tan desierta como un claro de la selva en caluroso mediodía. Anduvo de un lado a otro; observó, por primera vez, que la casa no tenía ventanas. La luz parecía filtrarse por las paredes y no había más que una puerta que el capitán cruzó, absorto en la contemplación de sus guantes. Afuera, en contraste con las ruinas humeantes, brillaba el inmenso cielo azul, caluroso y tranquilo como las aguas cálidas y profundas de un océano. El calor crecía en temblorosas oleadas y el sol quemaba la tierra, como prehistórica vasija de barro. El canto de aves indiferentes cruzaba el lugar como ligero murmullo.

El capitán descendió la colina unos metros y vio a los cuatro hombres uniformados que como él llevaban días explorando por el lugar, tratando de hallar sobrevivientes humanos a la perniciosa reacción que causaron en combinación las diferentes vacunas contra el SARS 2 y el propio virus. Los hombres entornaron los ojos y se movieron incómodos. Por un momento, las lágrimas asomaron a los ojos del capitán cuando consultó su reloj. Luego de un rato, hizo una seña y todos subieron a la casa de piedra. Avanzaron pesadamente por el pasillo, en la penumbra silenciosa del final de la tarde, hasta llegar a la pulida puerta. Abrieron, entraron y cerraron.


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El subalterno se puso de pie al escuchar el ruido de la puerta. Todos se miraron entre sí. No había mucho que discutir. Ya antes les había pasado en Mazorca y en Pescador. Esta no sería la excepción a lo que habían comprobado con ciencia. Sólo los mayores de doce, en 2020, llegaron a desarrollar los síntomas “Z”, como le denominaron. Desde entonces, han pasado cuatro años, por lo que es casi seguro que el virus habría incubado en el cuerpo de la chica y esta en algún momento exteriorizará los peores síntomas, como el canibalismo, y frente a eso no podían exponerse una vez más.

El capitán miró sucesivamente a la chica. Era delgada y ágil, como un insecto. Tenía ojos marrones y penetrantes, tez morena, y una voz metálica y aguda. Se estremeció, se volvió hacia sus hombres y los miró sombríamente. Era el tiempo lento y caluroso.

En la silenciosa habitación solo se oía la respiración de los hombres. La lentitud llegó a tomar forma en el polvo y en los hombres; se materializó como gotas de agua en una cueva, triste y sucia; entonces parecía película muda en cine viejo, de modo que casi podían tocarla.

–¿Por qué no fuimos capaces de crear un antídoto? –preguntó el capitán. –Y en cambio, sí creamos una forma de letalidad para acabar con nuestra propia especie. Probablemente porque siempre será más fácil destruir.

El capitán y sus hombres miraban tristemente por encima del hombro a la chica que, distraída, soltó una mano y se ajustó a la cara una inexpresiva máscara. Luego sacó de un bolsillo una rana y la dejó caer. El capitán seguía hablando. La rana subió dócilmente a la rodilla de la chica, que la miraba sin expresión por las hendiduras de la máscara. El capitán zarandeó suavemente a la chica y habló con una voz más firme:

–¿Seguro son dieciséis?

La chica no respondía. Los hombres se enderezaron un poco, y el capitán pidió que salieran todos. Afuera era oscuro y empezó a soplar un pequeño viento nocturno. Un leve rocío empezó a ser percibido por los hombres. Entonces llovió continuamente. Al cabo de unas horas, la aurora se asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba solo una pared de piedra. Dentro de la pared la voz diminuta de la chica repetía una canción, una y otra vez; luego recitó un poema tras otro con sublime despreocupación, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes.

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La suave voz se convirtió en grito, después en sollozo, luego en gemido y, por último, se extinguió del todo dejando oír la respiración, el latido de los corazones y todos escucharon. En seguida fue el silencio que sumió el lugar como si apagara una luz, y fue fluyendo como vino fresco por el aire. Todos se quedaron allí, quietos, inhalando la frescura de esa brisa como si fuera una caricia.



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