Plateada y redonda - Relato

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Plateada y redonda

El suelo frío estaba posado en su mejilla. El olor y sabor de la tierra estaban presentes y no solo en su piel: los sentía dentro, adheridos a ese profundo vacío que no tenía tamaño ni comparación, y de tenerlo, sería inmenso, insondable. El líquido tibio inició su marcha en la amplia frente, saltó la ceja, recorrió la mejilla y por último, se detuvo en sus labios, dándole a probar un sabor metálico que ya conocía muy bien. Oh, sí, muy bien.

Ahora se quedaría en compañía del silencio y la oscuridad que no solo le proporcionaba sus párpados móviles, al bajarlos como una persiana para ocultar la luz, sino el entender que debía actuar y sin embargo, su engañosa mente estaba empeñada en gritarle que quería hacer algo imposible de llevar a cabo. Y como bien se sabe lo imposible no se puede cumplir. Y lo que no se puede cumplir es un caso perdido. Y un caso perdido representa una desesperanza. Y esa desesperanza era su perdición. Y esa perdición su oscuridad.

Como memorizar un guion teatral o los pasos de un baile, del mismo modo había memorizado los pasos posteriores a ese silencio penumbroso. Sí, porque era normal que Eso pasara de vez en cuando. Una vez a la semana, quizá dos. Y si había alcohol de por medio, ¿Por qué no tres? Lo siguiente que venía era un roce; delicado como las alas de una mariposa. Tenía que ser así, porque si no mides tu fuerza al tocar un jarrón quebrado, de seguro que va a volar en pedazos. Oh, sí, y ella estaba quebrada. Quizá demasiado.

Y ahora el sollozo. Un sonido que fácilmente podría confundirse con una risita. Un sonidito que también se había grabado dentro, como la canción más escuchada de los días. Pero la luna estaba con ella. Sí, si se concentraba podía verla sin siquiera abrir los ojos. Esa luz, reflejo de estrella, hacía que pudiera soportar el sollozo que se colaba por sus oídos. La luna, plateada y redonda, inmóvil. Plateada y redonda, móvil. Plateada y redonda, móvil. Plateada y redonda, inmóvil. Plateada…

Él no quería hacerlo. Ya deberías saberlo, señora Marta, pero ¿por qué no lo crees? Repítetelo: él no quería hacerlo. Cantará la misma frase una y otra vez, porque quiere convencerla, aunque siempre termina por convencerse primero a sí mismo. Y eso es suficiente. Suficiente para que el sollozo-risita cese. Entonces ella volvía a ser un trapo tirado en el suelo, manchado de carmín cuando se le iba la mano y todo debía ser como horas antes de que pasara Eso. Era imprescindible que todo funcionara así.

Por supuesto, apartaba la furia que lo hubiese carcomido antes y su trato se volvía pasable, casi amable. Ella debía hacer lo mismo. Tragarse unos cuantos analgésicos con un vaso lleno de amnesia. Porque Esos días debían llevárselos el viento que barre los recuerdos.

Plateada y redonda, inmóvil. Plateada y redonda, móvil. La noche en que observó la luna más hermosa que había visto en su vida, lo supo. Lo decidió. Fue como si la luna le hubiese arrebatado las palabras de la boca y el alma, porque, sinceramente, ella nunca las hubiese dicho por voluntad propia. Pero allí estaba, la amiga silenciosa abierta a escuchar sus confesiones y guardar sus secretos. Así que las palabras habían brotado con facilidad, como el canto de un pájaro, el florecer de una rosa, el ir y venir de las nubes. Natural, esperado, efímero, verdadero. No lo dijo dos veces. Solo una y de forma contundente: ya no. Y sonrió. Sonrió de esa manera en la que lo haría un suicida, sin gracia alguna, solo con dolor y oscuridad, pero al fin y al cabo, era una sonrisa.

Podría seguir en la oscuridad a la que se había dejado arrimar, en las garras del vacío. Pero no seguiría en las garras del demonio que se posaba frente a ella encolerizado y la hacía tener ojos de corderillo asustado. Su cuerpo no era el más hermoso, pero contenía su alma. Y su alma distaba mucho de ser bella, era como una pintura tétrica. Estaba más muerta que viva, pero, de todos modos era su alma. ¿Por qué no salvarla del demonio? Eso no garantizaba su bienestar ni su renacer, tampoco su sanación, pero sí sería un placer pequeño que le quitaría un peso de encima.

Quizá sin ese peso se atrevería a respirar mejor y se otorgaba tiempo para quererse a sí misma, porque ya había empezado a aceptarse. Y el primer paso para aceptarse es reconocer esos pensamientos que fluyen, esas emociones y sentimientos verdaderos y escondidos.

El demonio cierra sus ojos. No hay remordimiento sus sueños, su rostro se ve fresco, plácido. Claro, no hay nada por lo que sentirse culpable, él no había hecho nada malo o indebido. Su corazón dejó el ritmo pausado y continuo para bailar algo con más movimiento, como si se sobresaltara con cada paso que daba ella, que sostenía en sus manos los pesados litros de su Ya no. Eran pies acostumbrados a caminar en susurros, así que no fue problema rodear la cama dejando derramar aquel líquido amarillento de olor desagradable que, en ese momento, le pareció el más aromático del mundo.

No le temblaron las manos para encender el fósforo y dejarlo saltar desde las alturas como un suicida que se lanza de un edificio. Las llamas se formaron al instante, haciendo un recorrido de fuego que rodeó la cama en segundos. Los papeles que los esposos habían estado interpretando se intercambiaron. Ahora era él el de los ojos de corderillo. Aterrado en su infierno personal, lo vio retorcerse en el fulgor naranja y azul de las llamas. Una alimaña revolcándose en su propio veneno.

Con la misma tranquilidad con la que encendió la cerilla, dio la vuelta y salió del cuarto. El humo empezaba a afectarle los pulmones, pero no la conciencia. Era muy temprano para eso. En esa noche todo era posible, menos el arrepentimiento.

Observó el hambre que tenían las llamas de ese lugar maldito mientras esperaba que alguien acudiera. Lo devoraban todo con pasión, relamiéndose sus labios azules. Cuando se cansó del espectáculo, observó la plateada y redonda luna. Lo había hecho. Ya no.

Desde este lado del mundo, Marta recuerda la noche en que unos ojos tristes la miraban. Unos ojos que sabían lo que había hecho. Unos ojos que le dijeron que no sería arrestada y que se fuera lejos, antes de arrepentirse de su decisión de dejar libre a una víctima culpable. Los ojos del policía.

Desde este lado del mundo, Marta recuerda esa noche en la que con gasolina y una cerilla detuvo a un demonio, quizá al coste de convertirse ella en otro. Qué importaba. Ya estaba hecho. Ya no.

Plateada y redonda, inmóvil. Plateada y redonda, móvil. Plateada y redonda…


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Muy buen relato de fuerte tono psicológico, que, en medio de una cierta extrañeza y confusión, va alimentando la tensión en el lector, hasta irse "aclarando" hacia su desenlace. Saludos, @mariart1.

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