Las flores del presagio - Relato

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Las flores del presagio



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Ese día un aroma dulzón se instaló en el barrio. Era un aroma misterioso, intenso y repentino que no podía pasar desapercibido y mantenía a las personas sorprendidas y maravilladas ante un acontecimiento que no parecía tener explicación alguna.

El olor era tan penetrante que fue digno de ser portado de boca en boca y puerta en puerta, al igual que cuando ocurría algo que cautivara la atención del barrio. La mayoría de las personas se encargaban de mencionar el tema del momento y dar su punto de vista al respecto. A la única que se le había negado la posibilidad de ser escuchada, fue a la Vieja de la casa de latón. Esa era la señora Dominica. Una mujer pobre que dependía de la caridad de los vecinos para sobrevivir.

La humilde mujer, con fama de bruja y de más, había anunciado que el misterioso olor era nada más y nada menos que el de «Flores de muerto». No obstante, nadie tenía oídos ni ojos para una vieja hablando disparates. Sin disculparse se alejaban, ya bastante tenían con darle un plato de comida como para tener que calarse sus locuras también. Mientras tanto, la señora Dominica se quedaba sola entre una acera soleada, sujetándose el pecho como si se le fuera a caer y recordando: así pasó cuando murió mi Juanito…

De todas estas cosas me enteré después, cuando ya era demasiado tarde para darle vuelta al destino que las flores parecían presagiar. Esa muerte que la señora Dominica intuía en sus frágiles huesos mientras que los otros pensaban que se trataba de algún milagro.

Me atrevería a decir que fui la única que no alcanzó a oler la potente fragancia que estuvo en boca de todos, porque ese día salí temprano a trabajar y el extraño fenómeno no había empezado aún. Ese día parecía igual que cualquier otro, si acaso un poco más silencioso. La mañana era oscura, fría y estática por la ausencia de personas. Ya estaba acostumbrada a que así fuera, era difícil que algo diferente ocurriera en mi rutina diaria. Lo único diferente que me sacó de mi ensimismamiento fue el aleteo de una mariposa negra que se posó en mi hombro. En principio me había asustado, pero cuando vi de qué se trataba me tranquilicé e incluso me entretuve de verla volar a mí alrededor.

Pasado el tiempo tomé el transporte que venía por mí y en el transcurso del viaje observé el camino que recorría todo el tiempo antes de llegar al trabajo. Siempre envuelta en un frío que no parecía desprenderse del vehículo. Lo mismo ocurrió cuando hacía el viaje de regreso. El vaho de mi aliento se dibujaba en el cristal, permitiéndome dibujar figuras con el dedo.

Cuando me bajé en la parada correspondiente no tardé en darme cuenta de que algo diferente sucedía. El barrio, tan alegre y poblado de sonidos estaba silencioso y sin asomo de personas. Parecía como si nadie viviera allí, un pueblo fantasma. Mis vellos se erizaron. Quería llegar pronto a casa.

Al caminar unos pasos más allá, las náuseas me aquejaron y mi imaginación empezó a trabajar. No fue fácil digerir tal imagen. En el asfalto había un charco carmesí que se extendía por metros y llegaba hasta la acera. La sangre estaba seca, y hubiese podido vomitar por mi aversión a la sangre de no haber estado tan asustada. ¿A quién habían matado?

Eso puedo recordarlo. El silencio digno de un sepulcro, las puertas cerradas, el frío persiguiéndome mientras corría a toda prisa hasta mi casa azul, queriendo saber qué ocurría, queriendo verificar que todos estuviesen bien.

El funeral fue al día siguiente. Fue cuando me enteré del olor a flores que a unos agradaba y a otros repugnaba; cuando escuché todas y cada una de las versiones que se barajaban respecto al brutal asesinato; cuando comprendí un poco mejor lo que pasaba.

Había muchas personas, la mayoría conocidos, por no decir todos. Vestían de negro, los ojos llorosos y la sonrisa esfumada de sus rostros. Los que hablaban lo hacían con voz baja y pesada, con el aire que confería la tragedia. Al mirarme guardaban silencio o eso creí sentir. Pero nadie más silenciosa que yo, que iba de pasillo en pasillo sin hacer sonar mis pasos; que vagaba por la funeraria sin atreverme a entrar al cuarto fúnebre donde yacía la urna, rodeada de flores y llanto.

Sin ser notada me acerqué a un pequeño grupo de personas y pude escuchar la conversación que sostenían, mientras miraba los cortes de mis pulgares. Esto fue más o menos lo que logré escuchar de un lado a otro:

A la pobre Marta la mataron. ¡Qué atrocidad! Era una muchacha buena, trabajadora, proveniente de una familia humilde. Siempre se la veía sonriente, con sus cachetes colorados y ese rostro angelical. Todos la conocían y hablaba con todos, siempre dispuesta a hacer nuevos amigos. Era amable, buena persona y trasmitía la alegría que portaba. A la pobre Marta la mataron y nadie pudo hacer nada, ¿y quién se habría esperado que algo así sucedería? Una muchacha joven, buena, llena de vida. ¿Pero qué le sucedió?

A Marta se acercaron unos hombres que tenían días vigilándola, se la llevaron a un lugar solitario cerca de la parada y abusaron de ella repetidas veces. No conforme con eso, al terminar de profanar su cuerpo le aplastaron la cabeza con una roca y arrastraron su cuerpo chorreando sangre y fluidos por la carretera. Según esos tipos estaban drogados, y quién lo pondría en duda, porque para hacer una cosa así…

A la pobre Marta la dejaron tirada desangrándose, prolongando el sufrimiento. No había sido una muerte rápida, la habían torturado desde que la apartaron de la carretera. Habían hecho surcos en su piel con una navaja y le habían cortado casi hasta arrancárselos, los pulgares.


Tanto el relato como las imágenes son de mi autoría, estas últimas tomadas con un Element Plus y editadas en Snapseed.


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