Microficción dostoyevskiana

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Uno de los más grandes novelistas de la literatura universal, Fiódor Dostoyesvki, falleció el 9 de febrero de 1881. La inmersión psicológica en el alma humana que logró hacer escritura en sus novelas nos siguen conmoviendo, como lo hace en Crimen y castigo, El idiota y Los hermanos Karamasov, por citar las más difundidas.

Con este texto, al modo de minibiografía imaginaria, lo traigo a ustedes.


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Retrato de Dostoyevski (1872), de Vasily Perov Fuente


No pensé que te perdería, Aliosha, tan pequeño, hijo. Esta enfermedad que nació conmigo, ahora te lleva –musitaba en su profunda tristeza Fiódor. La epilepsia es una condena, aunque algunos la hayan visto como sagrada. Es la muerte que puede acompañarte silentemente, como ha sido para mí –siguió murmurando. Quizás yo pude contenerla, conjurarla, en la escritura de esas historias de personajes invadidos por ella. Como me he salvado de la muerte, suerte o bendición del gran Dios. Y recordó cuando estuvo a punto del fusilamiento, a sus veintitantos años, y al pie del patíbulo su sentencia fue conmutada, aunque los cinco años de trabajo forzado en Siberia fueron de algún modo una muerte, le había confesado a su hermano.

Entonces era un joven cabezacaliente, esa otra fiebre, la del anarquismo y el nihilismo, me llevó a conspirar contra el Zar. Sí, Siberia fue un ataúd, pero de allí salí convertido en otro. Era su reflexión posterior, sobre todo en estos últimos años de su vida. Nada más fuera del sentido que esa conciencia de superioridad, ese ateísmo, esas ideas revolucionarias y socialistas tramposas, que han hecho el camino tortuoso de esta humanidad, a cuenta de redención social.

Ahí estaba el Raskólnikov de su Crimen y castigo. También intentó transmitirlo en Los endemoniados y exponer en su Diario de escritor; ojalá los jóvenes pudieran leerlos –acotó Anna.


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Portada de una edición de Crimen y castigo Fuente


Luego, se retiró a observar el icono de su dios cristiano-ortodoxo, y se sentó en el viejo sofá. Un padre militar y autoritario –continuó monologando en voz muy callada, como a veces hablan los solitarios–; lo rechacé mucho tiempo, así como a la figura del zar. Tal vez me ha perseguido siempre esa imagen: la muerte del padre, el parricidio. Y así es, pues lo he dispuesto también en la novela que avanzo.

Anna Grigórievna, la viuda, trataba de reconstruir aquellas escenas. Recordó: Sería la familia de los Karamasov, con su padre Fiódor, al que -¡cosa curiosa!- llamó como él, y sus tres hermanos; al menor lo bautizó Aliosha. Se quedó pensativa, taciturna. Pero quiero traer ahora un momento anterior de su intensa vida. Las deudas lo atenazaban, y buscando salir de ellas jugaba sin medida a la ruleta rusa, y lo perdía todo. Lean su novela El jugador; allí está. Las necesidades nos acorralaron, hasta someternos a la pobreza.

Quizás su vida fue, involuntariamente, una ruleta rusa. Y la conciencia del sufrimiento de los otros se encarnó en él y se hizo propia en las múltiples voces de su creación –cerró el periodista aquel breve reportaje sobre el escritor ruso.



Gracias por su lectura.


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