Corre descalzo por la orilla de la playa, mientras tanto, el Sol cruza la difusa línea entre el mar y el cielo.

Siente bajo sus pies la blanca arena, el sudor le empapa la camiseta de nailon sin mangas color azul. Avanza con un ritmo constante, ni muy despacio ni muy rápido.

El sonido del suave oleaje y la salada brisa acariciándole el rostro, lo ayudan a mantener la mente en blanco.

A lo lejos ve un conjunto de piedras apiladas con una forma caprichosa. Un pensamiento interrumpe la comunión con la nada, y se pregunta, si es una buena idea llegar al final.

Los pescadores evitan el lugar, y advierten a la gente sobre no ir al lugar de donde nadie regresa.

Hace dos semanas, él llegó de la universidad en donde estudia antropología y culturas antiguas. Desentrañar la realidad detrás de los mitos y leyendas lo apasiona. Así que, es una buena oportunidad de aplicar lo aprendido.

Detiene con lentitud el trote, y camina. Nota alrededor una soledad impresionante, como si el tiempo se detuviera. Mira al Sol levantarse despacio, suspira al comprobar la continuidad del mundo.

Escucha un dulce y melodioso canto, apenas audible provenir de las piedras. Entonces recordó al marinero de la cantina del hotel con quien entabló conversación el viernes en la noche.

«¡Sirenas! Leyendas griegas en estas tierras tan lejanas.» Pensó enseguida, mientras agudiza el oído y sigue avanzando.

El aumento en los latidos del corazón, y la sequedad de la garganta lo obliga a tomar un sorbo de agua de la cantimplora que guinda en su cinto. Reconsidera detenerse y regresar sobre sus pasos, pero el canto es irresistible.

Ingresó en la gruta, era muy tarde para echarse atrás. «No es una leyenda, es hermosa», dijo por última vez mientras entraba en el agua bordeada por las piedras.