Patricia es una gata presumida, que no le gusta ayudar en nada. Pasa la mañana echada, como una top modelo, muy cansada.

Cuando mi gata se sienta en la ventana, con su cuerpo de lado y su cara de frente, entonces es más bella que un jarrón antiguo, que un cuadro de Botticelli o un poema de Bécquer.

Si se echa en su colchón redondo, entonces ante mis ojos, instantáneamente, se convierte. Es un signo de paz, un espiral, un redondel Zen, una rueda, un círculo cromático, puede ser la imagen de la tierra…

Y si, por gracia, se posa en mi mirada, me saca, sin naves, del planeta. Entro, por la rendija de sus ojos, a un espacio profundo e infinito. Mi cerebro se calma en ese limbo y puedo volver a ver el mundo, otra vez bueno, limpio y pleno de belleza.

Mi gata puede ser muy elegante, con un andar parsimonioso, etéreo. Puede ser una pantera, por lo altiva, o convertirse en una diosa griega, cuando vuela.

Hay quien dice que Patricia sale por las noches a coquetear con los gatos de las cercanías; con los gatos callejeros, gatos aventureros, para los que la vida es solo juerga.

Yo no puedo decir si es cierto, o falso, lo que la gente maledicente afirma. Yo la miro tan segura y tan serena, tan consciente de hacer su existencia buena. Disfruta cada minuto y cada día, a pesar de que le regalaron siete vidas.

Tal vez el trabajo de Patricia sea uno didáctico: Enseñarme a estar confiada, a vivir la vida.

Ese es un buen trabajo, me parece, tan importante como el de las gentes que se azaran en un vaivén frenético, sin pararse a pensar que, realmente, lo mejor de la vida es poder detenerse y decidir, a veces, no hacer nada.