Relato: El embajador

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Fuente de la imagen: Pexels

El embajador George Dreble temblaba incontrolablemente. Sus ojos miraban fijamente la pantalla, como si algo lo había turbado. El temblor estaba justificado; su consternación aún más. En la pantalla veía horribles escenas de muerte, desesperación, lágrimas, caos. Bien podría tratarse de una película, de esas que en su país produce con cierta regularidad. 

Pero no, no era así: Estaba presenciando una masacre completa. 

Sabía que Mina Morta era un país apaleado por la violencia y gobernado, en parte, por el narcotráfico. Sabía que era un país en donde los derechos humanos del delincuente prevalecían por encima de los de la víctima; que los narcotraficantes hacían y deshacían a su antojo en alianza con los partidos políticos y potencias extranjeras. Sin embargo, nada lo había preparado para ver cómo Marina Ponteverde, la presidenta titular de aquella nación, ordenaba con un solo gesto la masacre de los principales jefes del narcotráfico, de sus lugartenientes y de familias enteras.

 Mucho menos para ver, en otros canales de televisión, cómo prisiones enteras eran incendiadas con los criminales y sus familias dentro; cómo algunas familias eran violadas y empaladas en presencia de sus vecinos, y cómo algunos de éstos, aterrorizados, suplicaban que detuvieran aquella barbarie. 

El sonido del teléfono le sobresaltó. Tomando el auricular, habló: 

“¿S-sí?” 

George, soy yo”. 

“¡Jiang Shi!, ¡Dios mío, ¿no me digas que tú…?!  

Sí, mi amigo. Lo he visto también. Por todos los cielos, nunca creí en todos los años que llevo como diplomática presenciar algo tan monstruoso como esto”.  

“Ni tú, ni yo, ni Mina Morta entera creímos que Ponteverde fuera capaz de hacer esto. Me pregunto cómo convenció a las Cámaras de Representantes de pasar esa ley; debieron estar locos para promul- ¡Oh, Dios mío misericordioso!” 

Ambos embajadores, desde sus respectivas sedes, se llevaron una mano a la boca cuando vieron cómo los soldados rociaban con gasolina a un grupo de senadores, diputados y a los familiares de éstos antes de prenderles fuego en la sala plenaria. Al mismo tiempo, uno de los soldados leía con voz fuerte y clara las acusaciones de cada uno de los presentes, siendo la traición a la nación el cargo principal.  Los gritos de agonía eran tales que el embajador pidió a uno de sus asistentes que apagara la televisión de inmediato. 

“Oh, Mina Morta… Le has dado poder a un monstruo” - murmuró el embajador.  

Lee los otros Cuentos de Mina Morta: 

La Ley Purga 

La paz del horror 

Traición 

Esto es sólo el comienzo  

Condena eterna 

El segundo año de la purga 

Águila de sangre



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