Frederick se fue... - Desafío Maynia - palabras

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Las aventuras de Lucas

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Episodio Nº 11

"Frederick se fue"

Sonó la campana y todos en el cuarto nos levantamos, ya sabíamos que significa eso: Frederick se va hoy a su casa, él ya tenía sus cosas empacadas, apenas se levantó agarró un conjunto de ropa que dejó la noche anterior en su mesa de noche y ahora la tomó y se fue a cambiar en el baño, no tardó más de 5 minutos cuando salió y ya se notaba que se había peinado, cepillado los dientes, arreglado y cambiado...

Enseguidamente sonó una corneta que retumbaba en toda la casa, ese sonido era bastante peculiar a diferencias de las otras cornetas. Nosotros ya sabíamos de quien es... ¡Es del carro de la tía Maryling! (la mamá de Frederick).

-Ya llegó, dijo la abuela mienstras abría la puerta...

Cuando se fue Frederick, nosotros ya sabíamos que hacer: nos quedamos dormidos la noche anterior, y sabíamos que eso iba a pasar, así que, habíamos cuadrado un plan para cuando nos quedaramos dormidos...

Simplemente nos colocamos todos en el cuarto y llamamos a Frederick, la intención de la llamada era poder terminar de contar los cuentos del día anterior ya que no nos dio chance...

La hija del huevo de Avestruz

Esta es la pequeña y conmovedora historia de un muchacho africano que un día conoció la suerte, pero la perdió por faltar a su palabra.

Seetetelané, que así se llamaba, tenía veinte años y era muy muy pobre. Vivía solo en una choza y se alimentaba de pequeños animales que atrapaba con sus propias manos. Cuando no conseguía cazar ni una mosca, engullía frutos silvestres o simples raíces que cocía al fuego de una hoguera. Vivía en la miseria, nada tenía y con sobrevivir se conformaba.

——-

En cierta ocasión iba caminando por un sendero y se tropezó con un enorme huevo de avestruz. ¡Eso sí era un manjar de los que se encuentran una vez en la vida! Radiante de felicidad se lo llevó a su hogar y lo colocó sobre una mesita fabricada con palos y cuerda.

Se moría de ganas de comérselo, pero como estaba sudoroso y lleno de polvo decidió ir antes al río a asearse un poco. Cuando regresó se encontró con algo realmente sorprendente: junto al huevo de avestruz, había una deliciosa y humeante fuente de cordero asado con maíz y verduras que olía a gloria. Se le hizo la boca agua y un hilo de baba se deslizó por la comisura de sus labios.

– ¡¿Pero qué es esto?!… ¿De dónde ha salido esta comida tan exquisita, digna del mejor de los banquetes ?… ¡Oh, debe estar deliciosa!…

Según dijo estas palabras, el gigantesco huevo se resquebrajó y de su interior salió una chica esbelta, de ojos almendrados y cabello negro hasta la cintura. Era tan hermosa que Seetetelané se quedó patitieso, incapaz hasta de parpadear.

Tras unos segundos que parecieron interminables, ella dijo con voz delicada:

– Gracias por acogerme en tu casa.

– Yo… yo… ¿Has sido tú quien ha preparado esta comida?

La joven sonrió.

– Así es. ¡Espero que la disfrutes porque está hecha con mucho cariño y esfuerzo!

El joven, todavía bastante aturdido, asintió con la cabeza y se lanzó al plato sin miramientos. Tenía tanta hambre acumulada que durante un buen rato no hizo otra cosa que comer y comer con ansiedad hasta que no quedaron ni las migas.

Entonces ella, muy sonriente, le dijo:

– ¿Sabes? Si quieres puedo quedarme contigo para siempre, pero solo si cumples una condición.

– ¡Oh, claro, sería estupendo!… Dime qué condición es esa.

– Nunca me llames “hija de huevo de avestruz”, porque si lo haces, me iré para siempre.

Seetetelané se quedó pensativo. La petición de su nueva amiga era extraña pero sencilla de cumplir.

– Puedes estar tranquila que eso jamás sucederá. Tendría que estar muy borracho para llamarte algo así y yo solo bebo agua fresca del manantial.

– Espero que estés diciendo la verdad porque no te lo perdonaría.

– Te prometo que de ningún modo y en ninguna circunstancia beberé alcohol. Confía en mi palabra.

– De acuerdo… ¡Trato hecho!

Las cosas quedaron claras entre ellos y durante varias semanas todo fue de perlas. Primero se hicieron amigos, después se enamoraron y finalmente, se casaron. Seetetelané seguía siendo más pobre que las ratas, pero sentía feliz y agradecido por tener a su lado a una compañera tan maravillosa.

——-

El tiempo pasó rápido y llegó el primer día de la primavera. Como hacía una mañana espléndida la pareja salió a tumbarse sobre la hierba, a pocos metros de su cabaña. Empezaron a conversar animadamente y ella le preguntó:

– Amado mío, dime, ¿cuál es tu mayor deseo?… ¿Cuál es tu sueño inalcanzable?

Seetetelané cerró los ojos y se dejó llevar por la imaginación.

– ¡Oh, vaya, la respuesta es muy fácil! A mí me gustaría ser rico, tener tierras y vivir en una casa amplia y confortable en vez de en esta casucha. Bueno, y puestos a pedir, me encantaría tener ropa nueva y unos zapatos cómodos, pues tengo los pies doloridos y llenos de callos de ir siempre descalzo.

En silencio, la muchacha se levantó, dio tres patadas en el suelo… ¡y se hizo la magia! La destartalada choza se convirtió en una gran casa de piedra rodeada de campos de cereales; en ellos, varias docenas de campesinos perfectamente organizados recogían la cosecha. Seetetelané casi se desmaya de la impresión.

– ¡Oh, qué ven mis ojos!… Esto… esto… ¡es increíble!

– Lo que ves es para ti; te lo mereces por ser tan bueno y gentil conmigo.

El joven se pellizcó para comprobar que no se trataba de una alucinación y al hacerlo sus dedos tocaron la suave túnica de seda que le acariciaba la piel.

– ¡Qué tela tan delicada! Parece propia de un rey y no de un don nadie como yo.

Absolutamente deslumbrado recorrió su cuerpo con la mirada y se emocionó al descubrir las preciosas sandalias doradas atadas a sus tobillos. Iba a decir algo cuando un criado se acercó para ofrecerle un refrescante zumo de fruta recién hecho.

– ¡Mi sueño se ha hecho realidad! ¡Mi sueño se ha hecho realidad!

Con el corazón a punto de estallar de alegría, miró a su encantadora mujer.

– Esposa mía, no solo me has regalado tu amor, sino que has utilizado tus poderes para concederme todos los bienes que un hombre puede desear. ¡Gracias, gracias, gracias!

Seetetelané la besó apasionadamente. Sin duda, era la persona más afortunada del planeta.

——-

Pasaron varias semanas llenas de paz y gloria hasta que un día todo se torció. ¿Quieres saber qué sucedió? Pues que una noche acudieron a la fiesta de un pueblo cercano, y en medio de la música, el baile y las risotadas, Seesetelané perdió el control y empezó a beber vino desmesuradamente.

Su querida esposa, viendo el peligro que eso suponía, trató de quitarle el vaso de las manos, pero él, totalmente sobrepasado por los efectos del alcohol, se negó a ceder y le gritó:

– ¡¿Pero qué te habrás creído?!… Este vino está buenísimo así que ¡déjame beber!

– Pero amor mío, esto no está bien…

– ¡Yo hago lo que me da la gana!

– Por favor, no bebas más o…

– ¡Lárgate! ¡Tú no mandas sobre mí, hija de huevo de avestruz!

Sí, has escuchado bien: dijo las únicas palabras que había prometido no decir jamás y ya nada ni nadie podría reparar el daño.

Sobre el rostro de la muchacha resbalaron las más grandes y amargas lágrimas, y sin decir nada, tal y como había advertido el primer día, se esfumó en el aire y desapareció para siempre.

——-

Seesetelané estaba tan borracho que no se dio cuenta de su torpeza y siguió bebiendo sin parar. Cuando la celebración llegó a su fin se alejó dando tumbos en un estado lamentable y al llegar a sus propiedades descubrió que allí ya no había nada: ni una buena vivienda, ni campos de cultivo, ni campesinos, ni criados… Agachó la cabeza y contempló horrorizado que volvía a estar descalzo y cubierto de harapos.

Fue entonces cuando asumió que había perdido sus riquezas, pero sobre todo, que había perdido a la persona que más quería por culpa de su deslealtad. En medio de la amargura comprendió la importancia de ser sinceros con las personas que de verdad nos importan y llenan nuestra vida de amor y felicidad.

Arruinado y completamente desolado, se dejó caer de rodillas sobre la tierra y se puso a llorar a mares. Sabía que viviría el resto de su vida lamentándose de haber incumplido su promesa.

FIN

La leyenda del sapo

ice una vieja historia que hace muchísimos años, en lo más profundo de la selva del Ecuador, vivía un sapo diferente a los demás sapos del mundo porque tenía una peculiaridad: si alguien le molestaba o se burlaba de él, se convertía en tigre y atacaba sin piedad.

Tan solo algunos ancianos afirmaban haberlo visto cuando eran niños, así que para la mayoría de los indígenas de los poblados cercanos al Amazonas el extraño animal era como un ser de leyenda que se ocultaba en la jungla. Eso sí, sabían que existía porque a veces, amparado por la noche, cantaba a grito pelado desde su escondite:

– ¡Kuartam – tan! ¡Kuartam – tan! ¡Kuartam – tan!

Como ‘Kuartam – tan’ era lo que repetía sin cesar, con el nombre de sapo Kuartam se quedó.

Según cuentan, un joven de la tribu shuar llamado Nantu quiso salir una noche a cazar. Antes de abandonar el hogar, su esposa le advirtió:

– Ten mucho cuidado ahí fuera, y por favor, si ves al sapo Kuartam ni se te ocurra burlarte de él. ¡Ya sabes la mala fama que tiene por estos lugares!

– ¡Bah, tonterías! Estoy seguro de que eso de que se convierte en tigre es pura invención, pero ¡quédate tranquila! Te prometo que si me lo encuentro no le diré nada y pasaré de largo.

Nantu dijo esto al tiempo que mostraba una sonrisa pícara que no gustó demasiado a su mujer.

– Nantu, insisto en decirte que no seas irresponsable.

El chico guiñó un ojo y le propinó un sonoro beso en la mejilla.

– ¡Confía en mí! Y ahora me voy que se hace tarde… ¡Estaré de vuelta antes de medianoche!

Bajo la luz de la Luna el joven deambuló por la selva tropical apartando la frondosa vegetación con un afilado machete y fijándose bien por si aparecía alguna posible presa. Desgraciadamente no vio más que una serpiente y dos o tres ratones diminutos correteando de un lado para otro.

– Aquí no hay bicho que me pueda servir de comida… ¡Vaya manera de perder el tiempo!

Pasado un rato llegó a un claro y se tumbó en el suelo a descansar. Le dolían los músculos, pero sobre todo estaba aburrido de dar vueltas y vueltas sin obtener resultados.

– Como llegue a casa con las manos vacías el menú de mañana será fruta para desayunar, fruta para comer y fruta para cenar. ¡Voy a acabar odiando los cocos y las bananas!

De repente, dejó de lamentarse porque una idea de lo más divertida pasó por su cabeza.

– ‘¿Y si me burlo un poquito del famoso sapo?… ¡Voy a probar a ver qué pasa!’

Sin ningún tipo de pudor comenzó a llamar a Kuartam. Estaba convencido de que, aunque el sapo cantaba raro, no tenía poderes de ningún tipo y por tanto no había nada que temer.

– ¡Kuartam!… ¡Kuartam!

Solo escuchó el aleteo de una familia de pajaritos, así que siguió erre que erre.

– ¡Kuartam!… ¡Kuartam!…

Como allí no había ni sapo ni similar, Nantu se fue envalentonando y su voz se tornó más guasona:

– ¡Yujuuuuu!… Sapo Kuartam, ¿estas por aquí ?… ¿Es cierto que eres un sapo mágico?… ¡Si no lo veo, no lo creo!… ¡No seas cobarde y da la cara!

No obtuvo respuesta, pero Kuartam sí estaba allí, agazapado en la copa de un árbol. Por supuesto lo había escuchado todo, y llegó un momento en que se sintió tan molesto, tan enfadado, que su paciencia se agotó y sucedió lo que tenía que suceder: su cuerpo, pequeño como una naranja, empezó a crecer descomunalmente y se transformó en el de un tigre.

Nantu, ajeno a todo, siguió llamando al batracio sin dejar de mofarse de él.

– Kuartam, sapo tonto… ¡Eres un gallina! ¡Clo, clo, clo! ¡Gallinita, ven aquí! ¡Clo, clo, clo!

Kuartam, antes simple sapito y ahora enorme félido, no pudo más y emitió un rugido que hizo que temblaran las nubes. Acto seguido saltó desde lo alto, abrió las fauces lo más que pudo, y se tragó de un bocado al insensato cazador.

Mientras todo esto sucedía, la esposa de Nantu aguardaba en el hogar sintiendo que la noche transcurría muy lenta. Durante horas esperó junto a la puerta el regreso de su esposo, pero al ver que no volvía se puso muy nerviosa.

– ‘¡Es rarísimo que Nantu no haya vuelto todavía!… ¿Qué le habrá pasado?… Conoce la selva como la palma de su mano y es el más ágil de la tribu… La única explicación posible es que… que… ¡se haya encontrado con el sapo Kuartam!’.

Sin pararse a pensar salió corriendo de la cabaña. Por suerte no había llovido y pudo seguir el rastro de las huellas de los pies que Nantu había dejado tras de sí.

Todo fue bien hasta que llegó a un claro en la jungla; en ese lugar, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, las pisadas se esfumaban por completo, como si a Nantu se lo hubiera tragado la tierra.

La muchacha se sintió muy triste y empezó a decir en alto:

– ¿Dónde estás, amado mío, dónde estás?… ¿Debo ir hacia el norte?… ¿O mejor rumbo al sur?… ¡No sé por dónde buscarte!

En ese momento, escuchó una especie de resoplido que venía de las alturas. Miró hacia arriba y, en una gruesa rama, vio un sapo gigantesco, dormido panza arriba y tan hinchado que parecía a punto de estallar.

– ‘Ese fenómeno de la naturaleza debe ser Kuartam. ¡Apuesto a que se ha zampado a mi esposo y por eso está tan gordo!’

Efectivamente era Kuartam, que después de devorar a Nantu había vuelto a transformarse en sapo pero manteniendo unas dimensiones colosales.

La chica, en un acto de auténtica valentía, cogió el hacha que llevaba colgado de la cintura y comenzó a talar el tronco. El sapo, que debía estar medio sordo, ni se enteró de su presencia y continuó roncando como si con él no fuera la cosa.

– ¡No tienes escapatoria!… ¡Acabaré contigo!

Tras mucho esfuerzo, el árbol se vino abajo y Kuartam cayó de espaldas contra el suelo. El tortazo fue tan impresionante que abrió instintivamente la boca y Nantu el cazador salió disparado como la bala de un cañón.

¡Pero eso no fue todo! Al quedarse vacío el imponente sapo empezó a desinflarse, y en un abrir y cerrar de ojos, recuperó su pequeño cuerpo de siempre. Tras la conversión se sintió muy dolorido, pero temiendo que tomaran represalias contra él, sacó fuerzas de flaqueza y dando unos brincos desapareció entre el verde follaje.

Nantu, afortunadamente, seguía vivito y coleando. Su esposa le había salvado por los pelos y no podía dejar de abrazarla.

– Si sigo aquí es gracias a ti, a tu valor. Estoy avergonzado por mi comportamiento y por no haber cumplido la promesa que te hice cuando salí de casa. ¡Te ruego que me perdones!

La muchacha se dio cuenta de que Nantu estaba siendo sincero y se arrepentía de verdad, pero aun así levantó el dedo índice y le dijo muy seriamente:

– El respeto a los demás, sean personas o animales, está por encima de todas las cosas. ¡Espero que hayas aprendido la lección y jamás vuelvas a burlarte de nadie!

– Te lo prometo, mi amor, te lo prometo.

Es justo decir que Nantu cumplió su palabra y fue amable con todo el mundo el resto de su vida, pero tuvo que cargar con la pena de no poder pedir disculpas al sapo Kuartam porque sus caminos jamás volvieron a cruzarse.

FIN

La piel del venado.

En México muchos niños conocen una antigua y curiosa leyenda de sus antepasados mayas que ahora vas a conocer tú también.

Cuenta la historia que hace cientos de años los venados corrían libres por la península del Yucatán. Aunque el lugar era ideal porque tenía un clima fantástico y alimentos en abundancia, había algo que les hacía sentirse infelices y les obligaba a vivir en un continuo estado de alerta: su propia piel, de un color tan claro y brillante que se veía a gran distancia, y por tanto, les convertía en presas fáciles de capturar.

Un día, un joven venado estaba bebiendo agua fresca en un riachuelo. De repente, un grupo de cazadores empezó a dispararle flechas desde una colina cercana. Ninguno dio en el blanco pero él, aterrorizado, comenzó una huida desesperada. Corrió y corrió sin rumbo fijo, y cuando pensaba que los tenía demasiado cerca y le iban a atrapar, el suelo se hundió bajo sus pies y cayó al vacío.

Una vez tocó fondo miró aturdido hacia arriba y se dio cuenta de que había ido a parar a una cueva oculta entre la maleza. Desde ese lugar oscuro y húmedo podía escuchar las voces de sus atacantes merodeando por la zona, así que intentó no mover ni un músculo y mucho menos hacer ruido. Al cabo de un rato los murmullos se fueron haciendo más débiles y respiró aliviado. ¡No había duda de que los hombres pensaban que su pieza de caza se había esfumado y se daban por vencidos!

Estaba a salvo, sí, pero una de las patitas le dolía muchísimo.

– ‘¡Ay!… ¡Ay!… ¡Qué torcedura tan inoportuna! … ¿Qué voy a hacer ahora si no me puedo levantar para salir de este agujero?’

No sabía nuestro amigo ciervo que se encontraba en la morada de tres genios buenos y compasivos que, nada más escuchar los quejidos, acudieron veloces en su ayuda.

El más anciano le saludó con amabilidad en nombre de todos.

– ¡Buenos días! Veo que por pura casualidad has encontrado nuestro humilde hogar ¡Sé bienvenido!

El pobre se sintió un poco apurado.

– Os pido disculpas por la intromisión, pero iba escapando de unos cazadores y al pasar junto a unos matorrales noté el suelo blando y… ¡zas!… ¡Aparecí aquí! Me he librado de ellos pero ¡estoy herido!

– Veamos, ¿dónde te duele?

– ¡Ay, aquí, en la pata izquierda, junto a la pezuña!

– ¡Tranquilo! Tú quédate quieto que nosotros nos ocuparemos de todo.

Con mucho cariño y máximo cuidado los tres genios embadurnaron la pata dañada con un ungüento a base de frutos silvestres, perfecto para bajar la inflamación y calmar el dolor. Después lo ayudaron a tumbarse sobre un cómodo colchón y le prepararon algo de comida para reponer fuerzas. Tan a gusto se encontró que le entró sueño y se quedó dormidito como un bebé.

El venado recibió todo tipo de atenciones y mimos durante una semana hasta que se recuperó. Una vez se encontró en plena forma y sin molestias para caminar, decidió que había llegado el momento de regresar junto a la manada.

– Amigos, es hora de que me vaya. ¡Jamás olvidaré estos días en vuestra compañía! ¡Gracias, gracias, gracias!

De nuevo, el mayor fue quien puso voz al sentimiento del pequeño clan.

– ¡Ha sido un placer! Nosotros también te llevaremos siempre en nuestro corazón y esperamos que nos visites de vez en cuando. Por cierto, antes de que te vayas queremos hacerte un regalo, concederte un don, ¡que para eso somos genios! Dinos… ¿cuál es tu mayor deseo, lo que más te gustaría tener?

El ciervo se quedó unos segundos calladito, a ver si se le ocurría algo realmente útil.

– Bueno, la verdad es que no necesito nada material, pero confieso que me angustia el color de mi piel. Sé que es hermosa, pero tan clara que los cazadores me detectan desde muy lejos, como vosotros mismos habéis podido comprobar. Me encantaría pasear seguro por el bosque y llevar una vida relajada de una vez por todas.

El viejo genio estuvo de acuerdo y aplaudió.

– ¡Buena elección! Eres un cervatillo muy sensato, ¿lo sabías? ¡Ven, anda, síguenos!

Salieron los cuatro fuera de la cueva y la luz del sol los deslumbró ¡Qué maravilla poder sentir después de tantos días el calorcito y la brisa suave de la primavera! El venado respiró profundamente para llenarse del aroma de las flores y en pleno disfrute escuchó la voz de otro de los genios.

– ¡Túmbate que vamos a solucionar tu problema en un periquete!

El animal se dejó caer sobre la fresca hierba verde y los genios se pusieron manos a la obra: cogieron tierra oscura y la frotaron con gran habilidad sobre su pelaje. Cuando acabaron la tarea de untar, se agarraron de las manos, formaron un círculo y rogaron al sol que calentara un poquito más fuerte. La enorme estrella amarilla accedió a la petición y sus rayos chamuscaron lenta y suavemente la delicada piel del animal.

El tercer genio fue quien indicó que habían terminado.

– ¡Ya está, ya puedes levantarte!

El venado comprobó, completamente fascinado, que el color perla de su pelo se había transformado en un elegante tono marrón tostado. El genio más viejecito, que era el que más hablaba, le informó sobre su nueva situación.

– A partir de ahora tú y tus compañeros luciréis un color de piel mucho más parecido al de la tierra que pisáis, lo cual os permitirá camuflaros fácilmente y evitará que los enemigos os vean. Dinos, ¿te gusta el resultado?

– ¡Oh, sí, me encanta! Esto será un seguro de vida para todos los miembros de mi especie… ¡Es un detalle maravilloso! ¡Os quiero muchísimo!

Para demostrar su infinito agradecimiento, el venado lamió la carita de los genios y les dio un fortísimo abrazo. Después, sin mirar atrás para que no vieran sus lágrimas de emoción, tomó el camino a casa bordeando la extensa llanura.

Dice esta leyenda que desde ese día, gracias al regalo de los genios buenos, los venados viven mucho más tranquilos en las increíbles tierras del Yucatán.

La sabía decisión del rey

Hace muchos años, en un reino muy lejano, vivía un rey viudo con sus queridos hijos los príncipes Luis, Jaime y Alberto. Los muchachos eran trillizos y se parecían muchísimo físicamente: los tres tenían los ojos de un azul casi violeta, la piel blanquísima, el cabello ondulado hasta los hombros, y una exquisita elegancia natural heredada de su madre. Desde su nacimiento habían recibido la misma educación e iguales privilegios, pero lo cierto es que aunque a simple vista solían confundirlos, en cuanto a forma de ser eran completamente distintos.

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Luis era un joven un poco estirado, superficial y de gustos refinados que se preocupaba mucho por su aspecto. ¡Nada le gustaba más que vivir rodeado de lujos y adornarse con joyas, cuanto más grandes mejor! Jaime, en cambio, no concedía demasiada importancia a las cosas materiales; él era el típico bromista nato que irradiaba alegría a todas horas y que tenía como objetivo en la vida trabajar poco y divertirse mucho. Alberto, el tercer hermano, era el más tímido y tranquilo; apasionado del arte y la cultura, solía pasar las tardes escribiendo poemas, tocando el arpa o leyendo libros antiguos en la fastuosa biblioteca del palacio.

El día que cumplieron dieciocho años el monarca quiso hacerles un regalo muy especial, y por eso, después de un suculento desayuno en familia, los reunió en el salón donde se celebraban las audiencias y los actos más solemnes. Desde su trono de oro y terciopelo rojo miró feliz a los chicos que, situados de pie frente a él, se preguntaban por qué su padre les había convocado a esa hora tan temprana.

– Hijos míos, hoy es un día clave en vuestra vida. Parece que fue ayer cuando vinisteis al mundo y miraos ahora… ¡ya sois unos hombres hechos y derechos! El tiempo pasa volando ¿no es cierto?…

La emoción quebró su voz y tuvo que hacer una pequeña pausa antes de poder continuar su discurso.

– He de confesar que llevo meses pensando qué regalaros en esta importante ocasión y espero de corazón que os guste lo que he dispuesto para vosotros.

Cogió una pequeña caja de nácar que reposaba sobre la mesa que tenía a su lado y del interior sacó tres bolsitas de cuero atadas con un hilo dorado.

– ¡Acercaos y tomad una cada uno!

El viejo rey hizo el reparto y siguió hablando.

– Cada bolsa contiene cien monedas de oro. ¡Creo que es una cantidad suficiente para que os vayáis de viaje durante un mes! Ya sois adultos, así que tenéis libertad para hacer lo que os apetezca y gastaros el dinero como os venga en gana.

Los chicos se miraron estupefactos. Un mes para hacer lo que quisieran, como quisieran y donde quisieran… ¡y encima con todos los gastos pagados! Al escuchar la palabra ‘regalo’ habían imaginado una capa de gala o unos calzones de seda, pero para nada esta magnífica sorpresa.

– Mi única condición es que partáis este mediodía, así que id a preparar el equipaje mientras los criados ensillan los caballos. Dentro de treinta días, ni uno más ni uno menos, y exactamente a esta hora, nos reuniremos aquí y me contaréis vuestra experiencia ¿De acuerdo?

Los tres jóvenes, todavía desconcertados, dieron las gracias y un fuerte abrazo a su padre. Después, como flotando en una nube de felicidad, se fueron a sus aposentos con los bolsillos llenos y la cabeza rebosante de proyectos para las siguientes cuatro semanas.

Cuando el reloj marcó las doce en punto los príncipes abandonaron el palacio, decididos a disfrutar de un mes único e inolvidable. Como es obvio, cada uno tomó la dirección que se le antojó conforme a sus planes.

Luis decidió cabalgar hacia el Este porque allí se concentraban las familias nobles más ricas e influyentes y creyó que había llegado el momento de conocerlas. Jaime, como buen vividor que era, se fue directo al Sur en busca de sol y alegría. ¡Necesitaba juerga y sabía de sobra dónde encontrarla! A diferencia de sus hermanos, Alberto concluyó que lo mejor era no hacer planes y recorrer el reino sin un rumbo fijo, sin un destino en concreto al que dirigirse.

Un día tras otro las semanas fueron pasando hasta que por fin llegó el momento de regresar y presentarse en el salón del trono para dar cuentas al rey. Con diferencia de unos minutos los príncipes saludaron a su padre, quien les recibió con cariñoso achuchón.

– Sed bienvenidos, hijos míos. ¡No os imagináis lo mucho que os he echado de menos! Este castillo estaba tan vacío sin vosotros… ¿A qué esperáis para contarme vuestras aventuras? ¡Me tenéis en ascuas!

Luis estaba entusiasmado y deseando ser el primero en relatar su historia. Mirando a su padre y sus hermanos, se explayó:

– ¡La verdad es que yo he tenido un viaje magnífico! No tardé más de un par de jornadas en llegar a la ciudad más próspera del reino.

– ¡Caramba, eso es estupendo! ¿Y qué tal te recibieron?

– ¡Uy, maravillosamente! En cuanto se enteraron de mi presencia los aristócratas me agasajaron con desfiles, fuegos artificiales y todo tipo de festejos. Además, como es natural, el tiempo que permanecí allí me alojé en elegantes palacetes, degusté exquisitos manjares, y me presentaron a una hermosa y sofisticada duquesa que me robó el corazón…

Luis se quedó mirando al infinito, rememorando con nostalgia aquellos momentos tan especiales para él. Cuando volvió en sí, mostró a todos su saquito de monedas.

– Y mirad mi bolsa… ¡sigue llena! Me han invitado a todo, así que de las cien monedas solo he gastado tres. ¡Un mes de lujo por la cara!… ¿A que es genial?

El desparpajo de Luis hizo reír a su padre.

– ¡Ja, ja, ja! Está claro que has disfrutado y me alegro mucho por ti.

Seguidamente, el rey miró a otro de sus hijos.

– Y tú, Jaime, ¿te lo has pasado igual de bien que tu hermano?

El simpático muchacho también estaba loco de contento.

– ¡Oh, sí, sí, mejor que bien!… ¡Puedo decir sin mentir que ha sido el mejor mes de mi vida!

– ¡No me digas!… Estamos deseosos de conocer tus andanzas.

– ¡Es difícil resumir todo lo que he vivido en pocas palabras!… Solo os diré que al poco de partir me crucé con unos carromatos en los que viajaba una compañía de más de cuarenta artistas. Como no me reconocieron les dije que era un comerciante de telas que iba al sur y me dejaron unirme al grupo. ¡Fue estupendo! En cada pueblo al que iban ofrecían un espectáculo que dejaba a todo el mundo boquiabierto. Había equilibristas, cómicos… ¡e incluso faquires!

– ¡Caramba, qué bien suena todo eso!… ¡Debió ser muy divertido!

Jaime se exaltaba recordando sus vivencias.

– ¡Sí! Yo me sentaba entre el público a verlo, pero lo mejor venía después, porque una vez que recogían los bártulos nos íbamos a cenar y bailar bajo la luz de la luna. ¡Ay, qué vida tan despreocupada la de esa gente! Si no fuera porque soy el hijo del rey os aseguro que sería malabarista…

Jaime también dejó la mirada perdida durante, regodeándose en sus recuerdos. Momentos más tarde, añadió:

– Por cierto, me daban cama y comida a cambio de fregar los platos. ¡Tuve tan pocos gastos que traigo de vuelta casi todas las monedas que me llevé!

El padre suspiró pensando que su hijo no tenía remedio.

– Ay, mi querido Jaime ¿cuándo sentarás la cabeza? ¡Mira que te gusta hacer extravagancias!… En todo caso, me alegro mucho de que este viaje haya sido tan placentero para ti.

Finalmente, llegó el turno del tercer hermano.

– Bueno, pues ya solo quedas tú… ¡Cuéntanos cómo te ha ido!

Alberto no parecía demasiado satisfecho.

– Bueno, yo quise ver con mis propios ojos cómo viven los habitantes de nuestro reino. Durante un mes recorrí todas las granjas que pude y charlé con un montón de campesinos de las cosas que más les preocupaban, como la escasez de semillas y la falta de lluvia estos últimos años. Debo decir que todos fueron muy amables y compartieron conmigo lo poquito que tenían.

El anciano clavó su mirada en la del joven y le preguntó:

– No suena demasiado divertido, la verdad… Hijo mío, ¿quieres explicarme de qué te ha servido todo eso?

Alberto contestó sin dudar

– ¡Para ver la realidad! ¡Para conocer lo que pasa más allá de los muros de palacio!… Los que estamos aquí lo tenemos todo, pero ahí fuera la mayoría de la población trabaja de sol a sol en circunstancias muy duras. ¿Sabíais que muchos no tienen ni un viejo arado que les facilite las tareas del campo? ¿Y que la mayoría sobrevive a base de pan y queso porque no tienen otra cosa que llevarse a la boca?…

A pesar de que lo que estaba contando era muy deprimente, Alberto no se vino abajo y expuso la parte positiva del viaje.

– ¡Lo bueno es que he tomado nota de todo y tengo un montón de ideas que podemos llevar a cabo para mejorar las condiciones de vida de todas esas personas! En cuanto a mis monedas siento decir que vengo con el saquito vacío porque las repartí entre los más necesitados.

El rey, muy emocionado, se levantó y con voz grave anunció:

– Cuando tomé la decisión de invitaros a conocer mundo durante un mes quería que vivierais una experiencia única siguiendo el dictado de vuestro corazón.

Los tres príncipes contuvieron la respiración al ver que su padre se ponía más serio que de costumbre.

– Pero he de confesar que también fue una artimaña para poneros a prueba. Miradme… ¡yo ya soy un anciano! Necesito descansar y pasar los años que me quedan cuidando las flores del jardín y paseando a mis perros. ¡Ha llegado la hora de que este reino tenga un nuevo gobernante que guíe su destino!

El rey suspiró con aire cansado.

– Como sabéis, el honor de heredar la corona recae siempre en el hijo mayor, el heredero, algo que en este caso es imposible porque sois trillizos nacidos el mismo día. Por eso, creo que mi sucesor debe ser quien más se lo merezca de los tres.

Se quitó la brillante corona de esmeraldas, la puso sobre la palma de sus manos, y se acercó a sus hijos. Las primeras palabras fueron para Luis.

– Querido Luis… Te has convertido en un hombre que consigues todo lo que te propones. Te gusta vivir bien y lo alabo, pero espero que pasar los días entre encajes y porcelanas no pudra tu noble corazón. Jamás te olvides de cultivar una gran virtud: la generosidad, que te permitirá compartir parte de lo mucho que tienes con quien no tiene nada. Te deseo amor y felicidad el resto de tu vida.

Luis bajó la cabeza y el rey caminó un par de pasos hasta que tuvo a Jaime a pocos centímetros de distancia.

– Querido Jaime… Te has convertido en un hombre que sabes disfrutar de todo lo que te rodea. Necesitas emociones fuertes y sé que vivirás con intensidad hasta el final de tus días. Solo espero que tanto disfrute no te convierta en un ser vacío sin nada que ofrecer a los demás. Intenta que tu vida sea útil, deja un legado importante que jamás sea olvidado. Te deseo amor y felicidad el resto de tu vida.

Finalmente, el rey se acercó al bueno de Alberto.

– Querido Alberto… Te has convertido en un hombre culto y compasivo. Has aprovechado todos estos años para estudiar y formarte lo mejor posible porque has entendido perfectamente cuáles son las responsabilidades de un príncipe. Te interesa el bienestar de tu pueblo y te preocupan los más desfavorecidos. Mi corazón me dice que tú eres el elegido.

Dicho esto, y ante el asombro del príncipe Luis y del príncipe Jaime, depositó la corona sobre su cabeza.

– A partir de hoy serás el rey de este reino. Gobierna con justicia y traerás prosperidad, gobierna con bondad y serás amado, gobierna con la razón y serás respetado por las generaciones venideras. Como a tus hermanos, también a ti te deseo amor y felicidad el resto de tu vida.

Y así fue cómo por primera vez un regalo de cumpleaños sirvió para que un monarca eligiera a su sucesor. Al parecer se trató de una sabia decisión, pues según cuenta la leyenda, el nuevo rey luchó por crear una sociedad menos desigual, impulsó grandes reformas, y pasó a la Historia con el nombre de Alberto el Bondadoso.

El loro y la cacatúa.

Cuenta una antigua leyenda que hace muchos años los loros y las cacatúas, a pesar de ser parientes cercanos y vivir en el mismo bosque, se llevaban muy mal. Nadie recordaba el motivo causante del conflicto, pero el caso es que no se podían ni ver y a menudo surgían entre ellos discusiones y peleas muy desagradables.

Tan grave era el asunto que en cierta ocasión el líder de la gran familia de loros y el líder de la gran familia de cacatúas tomaron una decisión: dividir el territorio en dos. De común acuerdo, la parte norte del bosque se la quedaron los loros y la parte sur las cacatúas. Esto permitió a ambos bandos continuar con sus vidas ignorándose mutuamente, y lógicamente las riñas desaparecieron.

En ese tiempo, un joven loro verde de nuca amarilla decidió emprender un viaje de dos meses para ver algo de mundo. Deseoso de vivir aventuras planeó cruzar el bosque hasta divisar la playa, y una vez allí, decidir qué rumbo tomar. En su cabeza bullían varias ideas, pero la que más le apetecía era colarse en algún barco y navegar hacia un exótico y lejano destino.

El problema era que para llegar a la costa tenía que atravesar obligatoriamente la parte sur, y eso podía traerle graves consecuencias. Sopesó ventajas e inconvenientes y ganaron las ventajas por goleada, así que al final, optó por correr el riesgo.

Salió de su hogar una cálida mañana de verano, justo después de amanecer, y recorrió volando su querido bosque norte. Se dio cuenta de que había llegado a la frontera porque se topó con una kilométrica valla de madera. En ella había apuntalados varios carteles con grandes letras rojas que lanzaban un mensaje amenazante:

“ATENCIÓN LOROS: PROHIBIDO PASAR A LA ZONA SUR. RIESGO DE PRISIÓN”

De los nervios sus patitas empezaron a temblar como si fueran de gelatina. Respiró hondo y trató de relajarse girando el cuello en círculos y bebiendo un poco de la cantimplora. Cuando se sintió más tranquilo se secó el sudor de la frente con un pañuelo, comprobó que su brújula funcionaba, y dijo para sí:

– Me temo que aquí empieza la parte más complicada del viaje. Como ya es mediodía aprovecharé que todos los animales están comiendo en sus casas para superar este reto lo más rápido posible y sin hacer ruido.

El loro estaba en forma y saltó la valla con facilidad, pero una vez dentro de territorio extraño pensó que hacer la ruta volando le convertiría en un blanco fácil de detectar. Lo más seguro era ir a pie y utilizar las plantas para camuflarse a medida que avanzaba.

Esta parte del bosque le pareció más frondosa y mucho más silenciosa que la mitad norte, siempre repleta de loros venga a parlotear todo el santo día. Con cautela, anduvo durante un buen rato sin ver a nadie y sin percibir nada más que el sonido de sus pisadas sobre la crujiente hojarasca.

De repente, llegó a un riachuelo.

– ‘¡Qué bien! Con el calor que hace me vendrá de lujo mojarme un poco antes de continuar.’

Introdujo una patita en el agua, que por cierto estaba helada, y cuando iba a meter la otra notó que un escalofrío le recorría el espinazo. Su intuición le decía que alguien, oculto en algún lugar cercano, le observaba fijamente.

– ‘¡Oh, no, esto es el fin!… Como me haya pillado una cacatúa estoy perdido.’

¡¿Qué podía hacer?! Por desgracia, una sola cosa: enfrentarse a la situación de la forma más valiente y digna posible. Se giró muy despacio con las alas en alto, y preguntó:

– ¿Hay… hay alguien ahí?

Vio un matorral agitarse como un sonajero y, tras unos momentos cargados de tensión, contempló alucinado cómo de entre sus ramas salía un ave blanquísima que lucía un coqueto penacho amarillo en la cabeza. Nuestro amigo sintió que no había visto nada más bonito en su vida.

– ‘¡Oh, qué muchacha tan bella!… ¿Estaré soñando?’

Se quedó tan quieto y tan pasmado que fue ella la que tuvo que acercarse. Cuando estuvieron uno frente a otro, los dos jóvenes se miraron embelesados.

– Tú debes ser un loro verde de nuca amarilla, de esos que viven al otro lado de la valla ¿verdad?

El loro puso cara de tontorrón y afirmó:

– ¡Y tú eres una cacatúa galerita!… ¿Sabes que eres preciosa?

Ella también se ruborizó.

– Gracias, eres muy amable, pero ¿quieres explicarme por qué estás en nuestro bosque? Ya sabes que la ley nos prohíbe pisar vuestras tierras y a vosotros las nuestras.

El pobre sacudió la cabeza para volver a la realidad y se puso nervioso de nuevo.

– Lo sé, lo sé… Mi objetivo es alcanzar la playa antes del anochecer. Es arriesgado, pero si quiero viajar en barco tengo que pasar por aquí porque nuestra parte del bosque no tiene costa.

– ¡Pues has tenido suerte de encontrarte conmigo y no con un vigilante! Por las tardes suelen patrullar esta zona, así que como no te des prisa será cuestión de minutos que te pillen.

– Ya veo… ¿Qué me aconsejas que haga?

– Me temo que tu única alternativa es disfrazarte de cacatúa y hacerte pasar por una de nosotras.

– ¿Estás de broma?… No te burles de mí, por favor.

La cacatúa bajó la voz.

– ¡Hablo en serio! Tú sígueme, pero calladito para que no nos descubran.

La cacatúa caminó de puntillas en línea recta y el loro, confiado, la siguió. Al llegar a un lugar del bosque que parecía igual que cualquier otro, la hermosa guía le dedicó una sonrisa y dijo:

– ¡Aquí es!

– Aquí es… ¿qué?… ¡Yo no veo nada!

La cacatúa levantó la mirada y señaló un árbol gigantesco en cuyo tronco había un hueco medio tapado con unas hojas.

– Vayamos ahí arriba. Enseguida lo comprenderás.

Desplegaron las alas y volando se metieron en el agujero. El loro se quedó asombrado ante lo que vio.

– ¡Parece un almacén de harina!

La cacatúa hizo una pequeña corrección.

– No, no lo parece: es un almacén de harina, uno de los muchos que hay en esta parte del bosque. La harina se guarda aquí arriba para que los roedores, que son unos glotones, no se la coman. Venga, no perdamos tiempo: ¡rebózate en ella como si como si fueras una croqueta!

El loro entendió al instante lo que ella pretendía. Cogió impulso, se tiró en plancha a la piscina de harina, y se embadurnó hasta que su plumaje verde se transformó en un plumaje completamente blanco. A la cacatúa le hizo mucha gracia verlo con esa pinta.

– ¡Uy, qué guapo estás!

El loro también se rio.

– ¡Ja, ja, ja! Esto es de locos, pero si tú crees que puede funcionar…

– ¡Por supuesto que lo creo! Ya solo nos falta fabricar un penacho como el mío y se me ocurre… ¡Ya lo tengo, vamos!

Sigilosamente se acercaron a una laguna cubierta de extrañas plantas acuáticas completamente desconocidas para el loro.

– ¿Ves esas flores flotantes? Se llaman nenúfares y sus hojas son tan amarillas y tan largas como las plumas que llevo en la cabecita. Con unas pocas fabricaré un tocado para ti. ¡Vas a estar monísimo, ya lo verás!

Dicho y hecho. La resuelta cacatúa se metió en la laguna y cogió siete u ocho hojas de nenúfar. En menos que canta un gallo hizo un plumero de lo más chic y lo colocó sobre la cabeza del loro.

Una vez completo el atuendo, el joven se acercó al borde del agua para ver su reflejo.

– ¡Pero si parezco una cacatúa de verdad! Muchas gracias por hacerlo posible.

– Ha sido un placer ayudarte. Ahora puedes seguir tu camino sin que nadie te detenga, pero por favor, ¡vete ya! La hora de la siesta está llegando a su fin y de un momento a otro el bosque sur se va a llenar de animales. ¡Como alguno descubra el engaño te la cargas!

– Yo… yo… ¿Volveré a verte?

El loro verde de nuca amarilla se había enamorado perdidamente de la dulce cacatúa galerita, así que estuvo a punto de desmayarse cuando escuchó su respuesta.

– ¡Claro que sí! Búscame a la vuelta porque yo te estaré esperando.

Al darse cuenta de que ella sentía lo mismo, se atrevió a darle un besito de amor en el pico.

– ¡Te prometo que lo haré!

En medio de una confusa mezcla de alegría y tristeza, el loro y la cacatúa se despidieron.

Tras el parón de la comida y la siesta, el bosque volvió a llenarse de vida. Tal y como había vaticinado su nueva amiga, de entre las sombras empezaron a salir seres de todo tipo, incluidas docenas de cacatúas galeritas. Se formó un gran jaleo y el loro disfrazado tuvo que esforzarse por mantener la calma y sacar a relucir sus dotes de actor. Sin borrar la sonrisa de la boca e imitando los gestos y la grácil forma de moverse de las aves blancas, fue recorriendo el bosque sin que nadie se percatara de que era un impostor.

Su disfraz era tan bueno y lo hacía tan bien que muchas cacatúas le saludaban pensando que era una de ellas. A él no le quedaba más remedio que corresponder con un “Hola” o un “Buenas tardes” para no levantar sospechas.

Y así, controlando sus temores, consiguió dominar la situación y llegar al muro que ponía fin al bosque sur. Cuando lo vio, su corazón empezó a latir a toda velocidad.

– ¡El muro!… ¡He llegado al muro!… ¡Un último esfuerzo y estaré fuera de peligro!

Estaba tan cansado para volar que prefirió trepar por él como si fuera un escalador. Un minuto después llegó arriba del todo y asomó la cabeza. Aunque la luz ya era escasa, pudo divisar una inmensa playa y al fondo el mar, infinito y azul.

– ¡Bravo, bravo, lo he conseguido! ¡El plan ha funcionado!

Bajó por el lado opuesto a modo de tobogán, y dando trompicones corrió por la arena dorada hasta que se lanzó al agua. Nada más sumergirse, la harina que cubría su cuerpo se disolvió y las hojitas de nenúfar del tocado se alejaron arrastradas por la brisa. Fue una sensación increíble ver que sus plumas recuperaban el magnífico color verde del que tan orgulloso estaba.

Una vez limpio y seco buscó un lugar resguardado donde pasar la noche. ¡Había sido un día lleno de emociones y necesitaba descansar para comenzar con ánimo la nueva etapa de su viaje! Arrullado por el sonido de las olas reflexionó sobre lo afortunado que era por poder cumplir su sueño de viajar, pero su último pensamiento, el más emotivo y profundo antes quedarse dormido, fue para la linda y amorosa cacatúa que había cautivado su corazón.

El zorro inteligente

Cuenta la historia que un león y una leona vivían juntos en una cueva. Él era el rey de los animales y ella la reina. Además de trabajar codo con codo poniendo paz y orden entre los animales, estaban casados y se llevaban muy bien.

Un día, tras varios años de amor y convivencia, el león cambió de opinión.

– Lo siento, querida esposa, pero ya no quiero vivir contigo.

La leona no se lo esperaba y se puso muy triste.

– Pero… ¿por qué? ¿Es que ya no me quieres?

El león fue muy sincero con ella.

– Sí, te quiero, pero te dejo porque apestas y ya no soporto más ese olor que desprendes y que atufa toda la cueva.

La pobre se disgustó muchísimo y por supuesto se sintió muy ofendida.

– ¿Qué apesto?… ¡Eso es mentira! Me lavo todos los días y cuido mi higiene para estar siempre limpia y tener el pelo brillante ¡Tú lo dices porque te has enamorado de otra leona y quieres irte a vivir con ella!

¡La pelea estaba servida! La pareja comenzó a discutir acaloradamente y ninguno daba su brazo a torcer. Pasadas dos horas la leona, cansada de reñir, le dijo a su marido:

– Como no nos ponemos de acuerdo te propongo que llamemos a tres animales y que ellos opinen si es verdad que huelo mal o es una mentira de las tuyas.

– ¡De acuerdo! ¿Te parece bien que avisemos al burro, al cerdo y al zorro?

– ¡Por mí no hay problema!

Pocos minutos después los tres animales elegidos al azar se presentaron en la cueva obedeciendo el mandato real. El león, con mucha pomposidad, les explicó el motivo de la improvisada asamblea.

– ¡Gracias por acudir con tanta celeridad a nuestra llamada! Os hemos reunido aquí porque necesitamos vuestra opinión sincera. La reina y yo hemos nos hemos enzarzado en una discusión muy desagradable y necesitamos que vosotros decidáis quién dice la verdad.

El burro, el cerdo y el zorro ni pestañearon ¿Qué debían decidir? ¡Estaban intrigadísimos esperando a que el león se lo contara!

– Quiero que os acerquéis a mi esposa y digáis si huele bien o huele mal. Eso es todo.

Los tres animales se miraron atemorizados, pero como se trataba de una orden de los reyes, escurrir el bulto no era una opción.

Alguien tenía que ser el primero y le tocó al burro. Bastante asustado, dio unos pasos hacia adelante y arrimó el hocico al cuello de la leona.

– ¡Puf! ¡Qué horror, señora, usted huele que apesta!

La leona se sintió insultada y perdió los nervios.

– ¡¿Cómo te atreves a hablarle así a tu reina?!… ¡Desde ahora mismo quedas expulsado de estos territorios! ¡Lárgate y no vuelvas nunca más por aquí!

El borrico pagó muy cara su contestación y se fue con el rabo entre las piernas en busca de un nuevo lugar para vivir.

El cerdo, viendo lo que acababa de pasarle a su compañero, pensó que jugaba con ventaja pero que aun así debía calibrar muy bien lo que debía responder. Se aproximó a la leona, la olisqueó detenidamente, y para que no le ocurriera lo mismo que al burro, dijo:

– ¡Pues a mí me parece un placer acercarme a usted porque desprende un aroma divino!

Esta vez fue el león el que entró en cólera.

– ¡¿Estás diciendo que el que miente soy yo?!… ¡Debería darte vergüenza contradecir a tu rey! ¡Lárgate de este reino para siempre! ¡Fuera de mi vista!

El cerdo, que pensaba que tenía todas las de ganar, fracasó estrepitosamente. Al igual que el burro, tuvo que exiliarse a tierras lejanas.

¡Solo quedaba el zorro! Imagínate el dilema que tenía en ese momento el infortunado animal mientras esperaba su turno. Si decía lo mismo que el burro, la reina se enfadaría; si decía lo contrario como el cerdo, la bronca se la echaría el rey ¡Qué horrible situación! Tenía que pensar algo ingenioso cuanto antes o su destino sería el mismo que el de sus colegas.

Quieto, como si estuviera petrificado, escuchó la voz del rey león.

– Zorro, te toca a ti. Acércate a la reina y danos tu veredicto.

Al zorrito le costó moverse porque le temblaba todo el cuerpo. Tragando saliva se dirigió a donde estaba la leona y con mucho respeto la olfateó. Después, se separó y volvió a su sitio.

El rey ardía en deseos de escucharlo.

– ¿Y bien? ¡Nos tienes en ascuas! Di lo que tengas que decir.

El zorro, tratando de aparentar tranquilidad, fingió tener un poco de tos y dijo con voz quebrada:

– Majestades, siento no poder ayudarles, pero es que a mí no me huele ni bien ni mal porque estoy constipado.

El león y la leona se miraron sorprendidos y tuvieron que admitir que no podían castigar al zorro porque su contestación no ofendía ni dejaba por mentiroso a ninguno de los dos.

El rey león tomó la palabra.

– Está bien, lo entendemos. Puedes marcharte a casa.

Nadie sabe cómo acabó la historia, ni quién tenía la razón, ni si finalmente la pareja llegó a un acuerdo de separación. Lo que sí sabe todo el mundo es que el inteligente zorrito logró zafarse del castigo de los reyes gracias a su simpática ocurrencia.

El secreto del rey

Al este de Irlanda, en una provincia llamada Leinster, reinaba hace muchísimos años un monarca llamado Maón. Este rey tenía una rareza que todo el mundo conocía y a la que nadie encontraba explicación: siempre llevaba una capucha que le tapaba la cabeza y sólo se dejaba cortar el pelo una vez al año. Para decidir quién tendría el honor de ser su peluquero por un día, realizaba un sorteo público entre todos sus súbditos.

Lo verdaderamente extraño de todo esto era que quien resultaba agraciado cumplía su tarea pero después jamás regresaba a su casa. Como si se lo hubiese tragado la tierra, nadie volvía a saber nada de él porque el rey Maón lo hacía desaparecer. Lógicamente, cuando la fecha de la elección se acercaba, todos los vecinos sentían que su destino dependía de un juego maldito e injusto y se echaban a temblar

Pero ¿por qué el rey hacía esto? … La razón, que nadie sabía, era que tenía unas orejas horribles, grandes y puntiagudas como las de un elfo del bosque, y no soportaba que nadie lo supiera ¡Era su secreto mejor guardado! Por eso, para asegurarse de que no se corriera la voz y se enterara todo el mundo, cada año le cortaba el pelo una persona de su reino y luego la encerraba de por vida en una mazmorra.

En cierta ocasión el desgraciado ganador del sorteo fue un joven leñador llamado Liam que, en contra de su voluntad, fue conducido hasta un lugar recóndito de palacio donde el rey le estaba esperando.

– Pasa, muchacho. Este año te toca a ti cortarme el cabello.

Liam vio cómo el rey se quitaba muy lentamente la capucha y al momento comprendió que había descubierto el famoso secreto del rey. Sintió un pánico terrible y deseos de escapar, pero no tenía otra opción que cumplir el mandato real. Asustadísimo, cogió las tijeras y empezó a recortarle las puntas y el flequillo.

Cuando terminó, el rey se puso de nuevo la capucha. Liam, temiéndose lo peor, se arrodilló ante él y llorando como un chiquillo le suplicó:

– Majestad, se lo ruego, deje que me vaya! Tengo una madre anciana a la que debo cuidar. Si yo no regreso ¿quién la va a atender? ¿Quién va a trabajar para llevar el dinero a casa?

– ¡Ya sabes que no puedo dejarte en libertad porque ahora conoces mi secreto!

– Señor, por favor ¡le juro que nunca se lo contaré a nadie! ¡Créame, soy un hombre de palabra!

Al rey le pareció un chico sincero y sintió lástima por él.

– ¡Está bien, está bien, deja de lloriquear! Esta vez voy a hacer una excepción y permitiré que te marches, pero más te vale que jamás le cuentes a nadie lo de mis orejas o no habrá lugar en el mundo donde puedas esconderte. Te aviso: iré a por ti y el castigo que recibirás será terrible ¿Entendido?

– ¡Gracias, gracias, gracias! Le prometo, majestad, que me llevaré el secreto a la tumba.

El joven campesino acababa de ser el primero en muchos años en salvar el pellejo tras haber visto las espantosas orejas del rey. Aliviado, regresó a su hogar dispuesto a retomar su tranquila vida de leñador.

Los primeros días se sintió plenamente feliz y afortunado porque el rey le había liberado, pero con el paso del tiempo empezó a encontrase mal porque le resultaba insoportable tener que guardar un secreto tan importante ¡La idea de no poder contárselo ni siquiera a su madre le torturaba!

Poco a poco el secreto fue convirtiéndose en una obsesión que ocupaba sus pensamientos las veinticuatro horas del día. Esto afectó tanto a su mente y a su cuerpo que se fue debilitando, y se marchitó como una planta a la que nadie riega. Una mañana no pudo más y se desmayó.

Su madre llevaba una temporada viendo que a su hijo le pasaba algo raro, pero el día en que se quedó sin fuerzas y se desplomó sobre la cama, supo que había caído gravemente enfermo. Desesperada fue a buscar al druida, el hombre más sabio de la aldea, para que le diera un remedio para sanarlo.

El hombre la acompañó a la casa y vio a Liam completamente inmóvil y empapado en sudor. Enseguida tuvo muy claro el diagnóstico:

– El problema de su hijo es que guarda un secreto muy importante que no puede contar y esa responsabilidad está acabando con su vida. Solo si se lo cuenta a alguien podrá salvarse.

La pobre mujer se quedó sin habla ¡Jamás habría imaginado que su querido hijo estuviera tan malito por culpa de un secreto!

– Créame señora, es la única solución y debe darse prisa.

Después de decir esto, el druida se acercó al tembloroso y pálido Liam y le habló despacito al oído para que pudiera comprender bien sus palabras.

– Escúchame, muchacho, te diré lo que has de hacer si quieres ponerte bien: ponte una capa para no coger frío y ve al bosque. Una vez allí, busca el lugar donde se cruzan cuatro caminos y toma el de la derecha. Encontrarás un enorme sauce y a él le contarás el secreto. El árbol no tiene boca y no podrá contárselo a nadie, pero al menos tú te habrás librado de él de una vez por todas.

El muchacho obedeció. A pesar de que se encontraba muy débil fue al bosque, encontró el sauce y acercándose al tronco le contó en voz baja su secreto. De repente, algo cambió: desapareció la fiebre, dejó de tiritar, y recuperó el color en sus mejillas y la fuerza de sus músculos ¡Había sanado!

Ocurrió que unas semanas después, un músico que buscaba madera en el bosque vio el enorme sauce y le llamó la atención.

– ¡Oh, qué árbol tan impresionante! La madera de su tronco es perfecta para fabricar un arpa… ¡Ahora mismo voy a talarlo!

Así lo hizo. Con un hacha muy afilada derribó el tronco y llevó la madera a su taller. Allí, con sus propias manos, fabricó el arpa con el sonido más hermoso del universo y después se fue a recorrer los pueblos de los alrededores para deleitar con su música a todo aquel que quisiera escucharle. Las melodías eran tan bellas que rápidamente se hizo famoso en toda la provincia.

Cómo no, la destreza musical del arpista llegó a oídos del rey, quien un día le dijo a su consejero:

– Esta noche daré un banquete para quinientas personas y te ordeno que encuentres a ese músico del que todo el mundo habla. Quiero que toque el arpa después de los postres así que no hay tiempo que perder ¡Ve a buscarlo ahora mismo!

El consejero obedeció y el arpista se presentó ataviado con sus mejores galas ante la corte. Al finalizar la comida, el monarca le dio permiso para empezar a tocar. El músico se situó en el centro del salón, y con mucha finura posó sus manos sobre las cuerdas de su maravilloso instrumento.

Pero algo inesperado sucedió: el arpa, fabricada con la madera del sauce que conocía el secreto del rey, no pudo contenerse y en vez de emitir notas musicales habló a los espectadores:

¡DOS GRANDES OREJAS TIENE EL REY MAÓN!

¡DOS GRANDES OREJAS TIENE EL REY MAÓN!

¡DOS GRANDES OREJAS TIENE EL REY MAÓN!

El rey Maón se quedó de piedra y se puso colorado como un tomate por la vergüenza tan grande que le invadió, pero al ver que nadie se reía de él, pensó ya no tenía sentido seguir ocultándose por más tiempo.

Muy dignamente, como corresponde a un monarca, se levantó del trono y se quitó la capucha para que todos vieran sus feas orejas. Los quinientos invitados se pusieron en pie y agradecieron su valentía con un aplauso atronador.

El rey Maón se sintió inmensamente liberado y feliz. A partir de ese día dejó de llevar capucha y jamás volvió a castigar a nadie por cortarle el pelo.

FIN

+¡Y listo primo, ahora si que sí!, ya pudimos completar nuestro principal objetivo que nos pusimos desde que llegaste. dije yo, espero que nos veamos pronto y cuídate mucho, sabes que nos puedes visitar cuando quieras, ya que está es tu casa también...




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¡Esta fue mi entrada para el concurso de #MayniaChallenge día , aquí les dejo el Post Original para los que quieran participar.

En esta oportunidad usé la aplicación de https://www.contarcaracteres.com/palabras.html para sacar la cuenta de la cantidad de palabras que usé en cuento...

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¡Como podrán ver este cuento tiene un total de 9757 palabras!



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¡Aquí les dejo la fuente de los cuentos usados anteriormente. Si tienes alguna opinión, comentario o sugerencia, sientete libre de hacermelo saber en los comentarios, y si quieres seguir leyendo mi contenido puedes seguirme @imagen, muchas gracias.



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