María y el caracolito

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Allá por las montañas se paseaba una bella mañana María.

Sus papás habían estacionado el auto al pie de una linda ladera poblada de flores y plantas cuyos olores, por ser entrada la primavera, aromatizaban el aire con sus fragancias.

Su papá sacó un buen libro y su mamá se tumbó en una esterilla de playa para recoger en su piel el máximo de sol que pudiera. Su mamá era muy guapa y coqueta: le gustaba lucirse morena antes de que llegara la época de la playa.

María se entretenía en recoger florecillas y agruparlas en un ramillete multicolor ya que trataba de no repetir ningún color ni ninguna especie.

Sus papás, vigilándola con esmero, le reiteraban:

-¡María, no te alejes demasiado!

Enfrascada en su tarea de recogida, María vio una preciosa flor azul al lado de una roca chiquita. Cuando hizo ademán de arrancarla, oyó una vocecita que decía:

-¡Vaya mala suerte la mía! Ahora que encontré un poco de sombrita, esta niña se dispone a quitármela.

María pegó un brinco hacia atrás. ¿Quién estaba hablando? Arrancó la flor y miró detenidamente: debajo, encima y entre los pétalos, a lo largo del tallo... Nada. Ni rastro de alguna cosa viva capaz de hablar. Entonces se le ocurrió clavar su mirada en el sitio preciso donde estaba sembrada la flor. ¡Sorpresa!

Un diminuto caracolito, más pequeño que aquellos que su mamá guisaba en salsa, se movía con mucha dificultad para llegar a la roquita.

María lo tomó entre sus dedillos y se lo arrimó a los ojos.

-¡Muchísimas gracias, niña! No sólo me quitaste mi sombrilla sino que ahora me mareas con tanta altura. ¿Se puede saber qué te he hecho yo?

María se quedó atónita, se frotó los ojitos como para convencerse de que no estaba durmiendo. ¡Quién se iba a creer que los caracoles hablasen! Tuvo el reflejo inmediato de dejar el caracol donde lo encontró y salir corriendo. Pero María era una niña muy curiosa para sus tres añitos y tan pronto como dejó al caracol en el suelo, lo volvió a levantar.

-Perdone usted, señor caracol. No fue mi intención molestarle. ¿Cómo iba yo a saber que esta florecilla le servía de sombrilla?

-¡Cómo iba a saber yo, cómo iba a saber yo... ¡Siempre con las mismas excusas! Los humanos se creen los reyes de todo, como si nadie más viviese en este planeta. Con lo a gusto que yo estaba protegiéndome de este solazo... Anda vuélveme al suelo y ya buscaré otra cosa.

-Quisiera ayudarle. Es lo menos que puedo hacer por usted. Dígame un sitio y yo le llevo. -dijo María llena de remordimientos.

-¿Quieres ayudarme de verdad?

-Desde luego que sí" -contestó la niña sin vacilar.

-Ya que tú eres tan grandota, ¿por qué no me ayudas a meter al sol en la cárcel?

-¿Y eso cómo se hace? -preguntó María arrepintiéndose ya de su buena disposición. En verdad que ese caracol tenía ideas muy extrañas.

-Muy sencillo. Me llevas a tu casa y te lo explico por el camino.

María guardó al caracolito delicadamente en el bolsillo de su chaqueta de chandal y sin decir ni "¡mu! " a sus papás, esperó impaciente la hora del regreso a casa.

-Qué callada está María -dijo el papá.

-Debe de tener sueño. Un día al aire libre cansa mucho a los niños -contestó la mamá con el rostro enrojecido por el exceso de sol.



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