Mis manos están manchadas de sangre (capitulo 1)

avatar
(Edited)

Mis manos están manchadas de sangre. Fui alférez, época del cincuenta, en la fatídica y olvidada incursión del Amazonas. Entré en la academia militar por azar o por destino. Aunque había logrado escapar del pueblo de mi juventud e ingresar en la universidad de Caracas, no podía costear la vida capitalina. En ese tiempo el gobierno patrocinaba una campaña de dignidad y prestigio por una Fuerza Armada caída en desgracia; los carteles, con un militar apuntándote, ofrecían estudios gratuitos en el organismo. Me alisté. Siempre he repudiado la vida latinoamericana marcada por las armas. Los jóvenes yendo a la violencia como quien escribe poesía. Soñaba en las artes; perderme en un lienzo, en la magia de los versos, en el sabor de la música, en el sobrevivir de la escritura. La vida tiene esas contradicciones; ahí estaba, dispuesto a convertirme en militar, uniformado y temblando de frío, a bordo de una lancha rumbo a la meseta selvática. Mientras vivía aquel régimen austero de privaciones y trabajo, ambicionaba una salida; un trabajo que me permitiese la vida entre líneas. No desencajaba en ánimos ni esfuerzo del resto de los camaradas, sin embargo, la tristeza no se puede esconder. Por lo cual, los oficiales adujeron que no sentía el patriotismo del que se vanagloriaba nuestro Líder en las cadenas televisivas, y me destinaron al cuerpo más severo y estricto, los Marines. Una escuadra de desertores sin pasado encargada de filtrar idealistas y comunistas. Al menos así se refrieron, el teniente en el patio de instalaciones cubiertas de polvo, en la presentación. El primer anual de entrenamiento se hizo muy cuesta arriba; seguía convencido, al finalizar el segundo, de pedir baja y estudiar ingeniería en la escuela de oficiales. Durante aquellos dos duros años—me enteré a través de la correspondencia del domingo—mis padres murieron de tuberculosis. Solo me quedaba mi hermana contándome las restricciones de los medios de comunicación, la fortuna que veían muchos en las minas del interior, hundida en el calor de la tarde. Hasta que por fin se casó con un mecánico del pueblo y dejaron de llegarme sus cartas. Pero no todo fue malo, en mis permisos semanales, conocí a una hermosa andina, dependiente de una farmacia de la zona. Y aunque no estuviera enfermo, al ver sus ojos café y su pelo castaño, me subía la tensión arterial. Me olvidé entonces de huir del escuadrón. Ya no tenía donde regresar. Me encontré solo. Ya había hecho mi hogar: era un tipo de armas. Por aquellos días volvieron a oírse las noticias de un destacamento guerrillero en el Amazonas. Los superiores reunieron un grupo nutrido de camaradas, entre ellos yo, y comenzamos la incursión.
La sala quedó en silencio. La grabadora sobre la mesa.

—Podemos parar, si usted quiere, señor Domínguez—dijo el periodista.

—No, no—dijo el anciano oficial sentado en el sillón—.Continuemos la entrevista. Tengo que contar.

En al amazonas abundaba la droga, la sangre y los diamantes. Tres fronteras, un río marrón y caudaloso y una selva enigmática. Nuestro objetivo era resguardar la frontera con Brasil. Nos establecimos en las aldeas indígenas; seres embrutecidos que andaban de aquí para allá desnudos y descalzos entre la maleza. Sus miradas negrísimas, la noche donde, encima del zumbido de los zancudos y la pegajosa humedad, se oían tambores y cantos hasta el amanecer. A veces algún anciano se te quedaba mirando fijamente, cómo intentando decirte algo, y tú creías vislumbrar en aquella mirada un misterio asfixiante. Los soldados vivíamos en tedio, jugando cartas o domino y pasándonos cigarrillos y bebiendo ron. Yo me recostaba en una hamaca guindada de una choza y leía. Y pensaba. Y me sentía muerto. Como envuelto en un capullo de zancudos que no dejarían de zumbar nunca. Y pensaba en mi andina, atendiendo su farmacia, en el calor de sus manos, en la frescura de su risa. Y me subía la tensión arterial. De vez en cuando patrullábamos y conseguíamos minas ilegales, muelles clandestinos. Nada de provecho; se encontraban en franca destrucción o encontrábamos muchachos asustados con armas en las manos, que al apuntarles se ponían a llorar. Daba la impresión que nos habían estafado, que las movidas que nos llegaban de los guerrilleros fantasmales, eran laberintos. Al ver el montón de chozas convertidas en cenizas, sepultadas por el follaje, envueltas en esa niebla sucia, uno no creía que nadie había vivido allí nunca. No le veía mucho sentido a mi presencia en aquella espesura, martirizado por los insectos, las noches de borrachera cantando odas vudús. Imaginando que me encontraba muerto, tragado por una mortaja negra. Devorado por la selva. En una ronda de patrullaje nos extraviamos. No sabíamos muy bien si nos encontrábamos en Brasil o Venezuela. Siquiera sabíamos si existía el tiempo o este era un lugar. Desde el mediodía una incesante llovía entorpecía el paso y hacia más pesado los equipos. El torrencial no aminoraba cuando nos dispusimos armar las carpas y dormir en los sacos impermeables. A la mañana siguiente seguía lloviendo y del suelo se elevaba una bruma pesada. Agotados por la humedad y el cansancio llegamos a un claro, una aldea polvorienta, con una gran choza en medio. No se veía a nadie. Ni un aro de humo. Solo un perro escarbando la tierra. El patrón mandó a registrar y armar la compañía. Adentrándonos bajo el aguacero, registrando choza por choza sin encontrar nada, se filtraba un olor a podredumbre. Con mi fusil empantanado sigo el rastro de ese hedor donde se maceraba la muerte hasta meterse por los ojos. Ya había abandonado la esperanza de encontrar signo de vida cuando me dirigí a la choza del medio. Al abrir la puerta vi una cara burlona y satisfecha que me dirigían alrededor de cincuenta cadáveres apilados. Hombres, mujeres y niños se habían convertido en un montículo de sangre. Los perros de la aldea se daban un festín arrancado trozos de carne y devorándolos. Tirada, abrazada a una anciana muerta, una niña dormía plácidamente. La saqué del brazo, la mirada perdida, temblando de fiebre.

sunrise-1950873_640.jpg

Fuente



0
0
0.000
0 comments