La mirada de un insomne. (Cuento de misterio)

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(Edited)

Arturo tiene pesadillas con un inmenso desierto. Se incorpora en la oscuridad del cuarto, sudado y tembloroso, reteniendo retazos de una planicie de dunas elevadas y calientes remolinos. Desde la aparición del insomnio de arena, al despertar se encuentra, al mismo tiempo, en dos lugares distintos. Mientras deambula por el apartamento, se lava la cara mirándose al espejo y enciende la hornilla de la cocina, presiente que el desierto es auténtico, un pedazo árido y huérfano enclavado en él.

Llega temprano a la facultad y se sienta en la cafetería de la esquina. Es un sitio solitario, abierto a la pista deportiva de la universidad, frecuentado por los estudiantes de letras, aunque, a esta hora, pocas mesas se ven ocupadas. La camarera le sirve un café y regresa detrás de la barra, tarareando una melodía. Aquí no oye los silbidos del viento, es un refugio. Mientras juguetea tamborileando los dedos en la mesa, Arturo observa un hombre, en una mesa cercana al parque deportivo, que lo mira fijamente. En un principio le llama la atención el contraste entre la elegancia y gracilidad de sus gestos y la ropa sucia y desaliñada. Mira el mostrador donde la camarera escucha la radio y, absorta, rellena un crucigrama. Se quiere ir, se siente inquieto. El hombre con el suéter sucio y los pantalones rotos, sostiene la taza a la altura del pecho, y, le dirige un saludo, un sutil movimiento de cabeza. Ahora lo descubre: la mirada abstraída le comunica hojas barridas por el viento, estrellas frías en los páramos de la noche y, por supuesto, la soledad inabarcable de la tierra sin fin. Por un momento se encuentra en otra variante de su sueño, atado a una rueda interminable. Intenta despejarse viendo el recorrido de los ciclistas en el parque. Al volverse, mira la mesa; no hay nadie. Oye los pasos internándose en el sendero de césped, a la esquina del local. Le gustaría correr detrás del hombre y tocarle la espalda, esperando se gire para ver, no la arena cristalina que desprenden sus ojos, sino lo que percibió en su interior: un resplandor salvaje.

Por varias noches las manos del viento lo enloquecen, un ulular eterno. Despierto le zumban los oídos. Comienzan a ver siluetas. Arturo se convence de que se tratan de alucinaciones debidas a la falta de descanso. Simples movimientos captados por el rabillo del ojo. Nada de que preocuparse. Un reposo es suficiente. Falta a clases. Se aleja de sus amigos. Trata de dormir durante el día pero la convicción en el paisaje del desierto persiste. El gemido del viento arrastrando piedrecitas en la arena es su telón de fondo. Camina por Caracas de madrugada, buscando aturdirse en los parques vacíos y las cafeterías abiertas, para no tener más remedio que caer exhausto al recostarse en la cama, para no tener visiones de montículos derrumbándose en el silencio de la llanura deshabitada.

Caracas en la madrugada es una ciudad distinta, con locales encubiertos y callejones secretos, revelada a los juerguistas inconscientes, adictos, mendigos, locos y desesperados. Arturo en sus incursiones nocturnas ve borrachos intoxicados vomitando, locos ensimismados en monólogos interminables, personas de mirada atemorizada, inquietos, acechando en las esquinas, todos ellos, envueltos en una halo invisibilidad oscura que, quien no se ha acostumbrado a la ciudad falseada, no puede notar. Junto a esa comunidad vio la primera figura. Llevaba dos noches trasnochado y, aparte de los ocasionales colores en la comisura, no había visto, aún, las siluetas contonearse. Arturo, cabeceando en un banco del parque, mira la vereda flanqueada de abetos. Viendo el paisaje desolado de la noche lo asaltaba un ahogo claustrofóbico, sabiéndose en un reducto minúsculo, en una burbuja parecida a la de las tiendas navideñas, vagando, perdido, abriéndose paso en una lluvia de arena. Un hombre vestido con chaqueta amarilla se detiene en la vereda. Arturo está familiarizado con las excentricidades de los miembros de la comunidad; sin embargo está ligado, también, por el sentimiento de vivir al margen, en la zanja ignorada. Las primeras veces le sorprendió advertir el consentimiento, tácito, de no agresión, que existe en la congregación nocturna, su hermandad de fracasados, exceptuando los ataques y robos a los extranjeros; adolescentes regresando tarde de una fiesta, amantes viéndose furtivamente, despistados fumando, todos, victimas. Por el momento, la excitación del hombre de chaqueta amarilla no parece producto del avistamiento de potenciales víctimas, sino de miedo.

Arturo se ha pasado demasiadas noches sin dormir y cree que lo que se acerca, en zancadas lentas, por el camino de entrada es el punto álgido de su locura. Una alucinación asombrosa surgida de la arena. Bajo el cielo de Caracas, que se cierra y se abre con destellos resplandecientes, una boca cariada masticando diamantes, ve una figura sin rasgos precisos, como si hubiesen incrustado con violencia los ojos negros, la línea mórbida de la boca y la paja del cabello rubio, en cera endurecida. Arturo se dispone a marcharse cuando oye el grito del hombre de chaqueta amarilla. La luz del alumbrado permite ver, apenas, como se empequeñece cada vez más el hombre, encogiéndose. Un vapor caliente inunda el parque. Arturo le lleva tiempo percatarse de lo que ve: es el efecto contrario, nadie se encoge ni achica, la figura que se acerca es gigantesca, monstruosa.

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