Crónicas universitarias: una fiesta demasiado triste

avatar

La música fluye por el corredor y las venas.

La cocina, el vestíbulo y el baño, están sumergidos en la melodía. La brisa del balcón es tan fría que me ha secado el paladar. Recostado de la puerta del baño observo mientras se alisa el cabello con el cepillo, se delinea las cejas y se pinta la boca. Se voltea y me sonríe. Una sonrisa de las buenas; he aprendido a identificarla de su amplio catálogo. Pareciera que fuera a tocarte, un tacto cálido,deslizándose desde el hombro por todo el cuerpo, sin embargo, no es así, solo me ve a través de la música que nos mantiene apresados. Me pregunta porqué no me fui con los demás, que ya es tarde y si no pienso arreglarme. Le respondo, desde el lugar en donde me he derretido, que me dejaron porque estaba muy mal y que en un momento me visto, que aún no es tarde. Ella me ve por un largo rato y siento que me tiene pena. Asiente en silencio y sale para cambiar la canción. La sigo trastabillando, como si estuviera hilado a su paso.

El cuarto está oscuro, dentro, los sonidos son cascadas que nos riegan y se desparraman por todo el apartamento. Me dejo caer en una butaca y la veo bailar y corear las canciones que va alternando. No le digo, por supuesto, que en realidad me dejaron no por mi estado, y sí como una oportunidad para armar mi estrategia con ella. Para aprovechar el tiempo. Sin embargo, más que la lluvia de canciones que me mantienen congelado, las proyecciones de su danza hacen girar el cuarto como si estuviéramos en un tiovivo. Salpicando todo con su perfume demasiado dulce. Me levanto, intento no quedar impregnado y le tomo la mano. Las tonadas son una boca de agua tan potente que me empujan hacia atrás. La pieza gira rápido; todo es fugaz, somos el viento frío de la ventana, las luces pálidas de la avenida de abajo, el sonido del tráfico. Solo ella permanece. Un punto fijo. Me ve y no entiendo. Su mirada aún conserva la compasión pero, debajo de aquella, tal vez hay otra cosa que no puedo ver. Sigue mirándome como midiendo, como si estuviera realizando complicados cálculos y me pregunta qué me pasa, que de verdad estoy mal. Me suelta la mano y sale del cuarto. Cierra la puerta y yo caigo en la butaca de nuevo, vencido por la fuerza de la música.

Salgo a la sala y me siento en el balcón. Allí he pasado tirado una eternidad hasta que oigo pasos en la escalera, metal en la puerta y entran los muchachos. Se abre la puerta del baño y Paola sale a saludar. Franco, Héctor y María distribuyen las hamburguesas que compraron y Paola dice que se tardaron mucho, que ya casi es hora de irse. Franco advierte que aún no estamos listos, que se vaya ella y que después nosotros la alcanzamos.

—No vale, nosotros ahora es que nos falta. Vístete tú y después nosotros nos vamos en un taxi.

Paola dice que está bien y comienza a arreglarse el vestido. Remeda una gabardina negra que cae a sus anchas hasta llegar a los pies, un short y un sujetador muy apretados. Suspira y vuelve a tener la mirada extraña.

—Parezco una puta—Lo escupe mirándose desafiante en el espejo. Aun así, no lo dice con picardía sino como si en verdad le doliera.

Héctor, Franco y Paola bajan a esperarque pasen por ella y María comienza a maquillarse. Me pregunta, con una curiosidad infantil, qué pasó.

—Yo le dije a los muchachos que nos tardáramos, tú sabes. Pero, por lo que veo, no te fue muy bien.
Le digo lo que sucedió y noto que la música ahora es un charco, apenas unos hilillos de fluido. Todo ha quedado pegajoso y dulzón.
María me ve y sonríe. Esta es más fácil de calificar, la entiendo. Es una mirada y sonrisa de calor, amigable.

—A lo mejor no sabe lo que quiere. Está confundida.
No le respondo y ella continúa frente al espejo, retocándose. Se delinea los ojos verdes, la boca pequeña y menuda y se arregla el cabello negro. Me dice que espere, que va a probarse el vestido y vuelve.

Salgo al pasillo de entrada y veo la ciudad. El cielo tiene una pulsación rojiza latiendo en su interior. Los autos pasan livianos por la avenida vacía alborotando la basura rebosante sin recoger. Por alguna razón, siento que la Furia, con su aire de salvaje e indómita, es Paola. Viendo sus calles alborotadas, confusas, laberínticas, es como si me devolviera la mirada. No la entiendo y me desespera la asistencia que aguarda, como si creyera que yo puedo ayudarla, como si implorara algo que no puedo dar. Lo que sí es cierto son sus capas, los montones de capas con la que se reviste, ocultándose. Paola es capaz de tomarte la mano y apoyar su cabeza junto a tu hombro en la penumbra del teatro de la universidad, sonreír y aplaudir como una niña ante la procesión de poemas que recitan los concursantes y luego, de la nada, levantarse e irse sin mirar atrás. Como si hubiera recibido una llamada aun cuando su teléfono nunca sonó. Aun cuando nadie gritó su nombre. Aun cuando sabes que, la que te tomó la mano y redondeo con sus dedos el dorso de la tuya y la que se levantó cuando las luces estaban apagadas, cuando un participante comenzaba a declamar su última estrofa, no son la misma.

María sale a buscarme y me pregunta si no han regresado los muchachos. Me mira y sus ojos reflejan las luces del edificio de enfrente. Dice, negando con el mentón, que no vale la pena obsesionarse con eso. Que lo deje ir. Volvemos a la casa y, veo el vestido ceñido que lleva puesto. Me pregunta, contorneándose, si queda mejor con ropa interior o sin ella. Se pasea, descalza, alzando la cadera como si tuviera tacones.

Yo no podía verla. Quebraba todo. Era como si insistentemente me recordara que hacia allí. Acostado junto a ella, el tiempo se estiraba al infinito y te hacia replantearte qué había sucedido. Comó había vivido tanto tiempo sin nunca preguntarme porqué estaba vivo.

fair-119825_1920.jpg

Fuente



0
0
0.000
2 comments