Crónicas: Retrato de un puto país en llamas

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(Edited)

Desde el balcón se tiene vista al parque de la residencia, veo a los niños jugar; deslizándose por el tobogán riendo, persiguiéndose alborotando las hojas amontonadas, corren, giran y se balancean en la cálida tarde. De la esquina de la calle enfila un camión negruzco, altavoz en techo, pregonando la nueva normalidad: nadie debe salir, repito, manténganse resguardados. Se apea un policía, con tapabocas y guantes, y les advierte a los padres que todos, absolutamente todos, permanezcan en casa. El policía aguarda que se desocupe el parque antes de regresar al camión y continuar la advertencia. La normalidad una pista de hielo; con su apariencia de inamovilidad y fijeza. Hoy son noches de ventanas iluminadas, balcones con los solitarios fumando, las parejas refrescándose y charlando, vecinos gritándose desde los edificios cercanos, lo que marca la cotidianidad. Todos inventando tretas parar volver al apacible engaño; la estabilidad del tiempo enraizado en las rutinas y el deseo de quietud. Para no enfrentarse a lo que ha quedado al descubierto: nuestra fragilidad. Nos creíamos a salvo cronometrando el tiempo, encapsulándolo en relojes y midiéndolo, pero siempre hemos estado a la intemperie, a merced del verdadero tiempo que, en un parpadeo, nos ha revelado que lo único existente es el cambio.

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Me levanto y mi madre, en el comedor, está colocando los manteles y platos para desayunar. Últimamente comemos en silencio o cada uno cuenta parte de las noticias que nos han llegado. Entre los dos completamos el retrato de un país en ruinas. Las cosas verdaderas ocurren en la invisibilidad, en la clandestinidad; en este país se verifica la teoría del iceberg. Yo leo esos periódicos digitales y subversivos que, desde una dirección cambiada y a falta de los medios tradicionales censurados, aun arriesgan estudiantes de periodismo. En esas crónicas escritas con buena intención, en un lenguaje literario y tono esperanzador, con adjetivos más bien alegres, se nota, sin poder evitarlo, los ojos agazapados de una ciudad sucia y violenta. Intentan no despachar a los muertos y dolientes en dos líneas frívolas de la editorial de sucesos, pero, a veces, se ven imposibilitados con el aluvión de levantamientos y rumores que, luego, se erigen en verídicos. En los reportajes sobre pacientes agonizantes en los pabellones de terapia intensiva se describen las paredes de cerámica manchada, los enfermos con tratamiento atendidos en los pasillos, y los familiares trasnochados caminando, dando vueltas, en las salas con poca luz. No es que me regocije el sufrimiento ajeno pero parte de la costra de irrealidad que nos cubre es falta de compasión. No hay que ir muy lejos para buscar el origen de la indiferencia con que vemos la desgracia del prójimo. En Caracas las muertes tienen un ritmo tan vertiginoso y familiar que se termina por acostumbrarse al dolor. La cercanía nos impide elevarnos, nos embota la imaginación: la muerte se constituye un ente abstracto. Un amasijo de cuerpos sanguinolentos sin rostro humano. Como si las partes de bandas armadas aniquilando comunidades provinieran de otro país, uno muy lejano. Las fuentes del mal siempre nos parecen alejadas de nosotros; recluidas en la irrealidad. No se puede creer, se rehúsa a creer, que todo sucede aquí. Nunca es aquí.

Mi mamá se levanta y recoge los platos, limpia las virutas, y me pregunta si la voy ayudar con las compras. Antes me pide que cargue el bidón de agua que pudimos llenar anoche y lo vacíe en un plato hondo que utiliza para fregar. Me visto tranquilo; esta semana no he tenido insomnio, sin embargo, estoy cansado. Mi mamá tampoco duerme, la oigo levantarse antes del amanecer, rondar por allí, calentarse el café, y sentarse en la sala a oscuras. Ahora, cuando se oye el agua caer en la cocina, sus manos raspar las ollas y el tintineo metálico de los cubiertos, puedo oír sus pasos para no hacer ruido en la madrugada.

Al bajar las escaleras nos encontramos al conserje. Ostenta un título simbólico, hace meses que la junta le remitió el contrato porque con el aumento de sueldo recién anunciado era imposible pagarle un sueldo, así que, mientras tanto, le dejan ocupar la casilla de la planta baja. Nos dice que a las nueve, quizás, suministren diez minutos de agua y que lo del ascensor es indefinido; es muy viejo, casi inservible. En cada tramo de escalera mi mamá ve las puertas clausuradas del elevador. Se queja del dolor de las piernas y de las manos. Tiene artritis. Al menos es un nuevo día; eso es esperanzador.

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Me identifico... sobre todo a las diez de la mañana pensando en que mañana será otro día...

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Muchas gracias, amiga. Si, a veces se vuelve un tanto difícil. Estaré subiendo varias crónicas parecidas, me alegro que te haya gustado.

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