Antes de que el coronavirus volviera a poner de moda la censura en los trinos bullangueros de la Fiesta Nacional, ‘donde el prohombre y el gusano bailan y se dan la mano’, como cantaba en los felices años setenta un jovencísimo Joan Manuel Serrat todavía embelesado por el Mediterráneo, era frecuente que en los pueblos tiraran la casa por la ventana y engalanándose con banderolas y filigranas de colores, danzaran, como los antiguos celtas –aquéllos mismos que juraban y perjuraban por Tutatis- al son frenético de los tambores.

Comenzaban en primavera, como antaño mandara Ceres, mientras los campos recibían los benditos dones de Flora, acogiendo en sus vivificantes humedades la tradicional acometida de los mayos, que invitaba a los vecinos a dejarse llevar por la alegría de vivir, bajo la bendita tutela eucarística de Baco y el desparpajo sobrecogedor de Dionisos.

Continuaban con el solsticio, cuando las alegres notas musicales de las cigarras se colaban de rondón por la puerta abierta por el Bautista, bien pasado ya el treinta de mayo, fecha hasta la que los viejos recomendaban, sabiamente, no quitarse el sayo, comenzando entonces de lleno el Tour de Festividades, donde el viajero podía recorrer de fiesta en fiesta España, de la misma manera que hace milenios podía hacerlo también una ardilla, saltando de rama en rama.

Bárbaras, pensarán algunos pero en el fondo necesarias para mantener a buen recaudo al complementario de Machado y a la circunstancia de Gasset, la Fiesta, llevada a su máxima expresión, venía a ser, metafórica y comparativamente hablando, un utópico Congreso, donde los diputados aparcaban en la puerta de toriles sus diferencias, poniéndose de acuerdo, cuando menos, una vez al año.

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