Amor vendado

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Llegó al hotel la mujer, se anunció, pidió ser enviada a la habitación indicada por su amante y una vez frente a la puerta de la habitación, golpeó suave la madera, unos ecos tenues hacían su presencia.

Apenas la puerta se abrió, el cuerpo de la mujer fue succionado, negado a cualquier inquietud y llevado a un requerimiento concreto dentro de esa habitación. Un pañuelo de seda, con un aroma a café, era atado a su cabeza, tapando sus ojos, y un beso en su oreja haría de esa entrada que su piel se transformase en un desierto ventoso, áridos quemándose por todo su cuerpo.

Con los párpados trabados se sentía desplomar en una cama, sin soltar con sus manos aquel cuerpo guía que le exigía atención presencial, atención de zamarreos finos, cordiales, en un intento de quedarse sin libertad.

Las cadenas en su corazón le aceleraban el continuo roce de eslabones pesados, cómo cuando los barcos levantan anclas. Las telas mojadas caían al suelo, los Vikingos corrían hacia las costas a degenerar los hierros contra cuellos enemigos, la sangre se expulsaba y regresaba en un santiamén... Hasta quedar a la par de desnudez, crudos, a medida que las cadenas también caían al suelo alfombrado.

Aquel hombre aplastó sus manos en el cuello de la hembra, como si se apoyará contra pastos mojados de alguna colina en madrugada, generando la presión delicada y casi con un justo dolor a exilio, a ciegos corriendo a la luz, a huida hacia el existe necesario.

Ella gemía dando a sus labios el toque femenino de la mordida cruzada, esa de inclinarse los labios de un lado para el otro, saboreando su propio sudor labial, asegurándose ese sabor a menta en un chocolate.

Gemía, no de gemas ni de gema, ni aun de gemir por errar un ruido, sino ese gemido pesado proveniente de entre sus piernas, corriendo por su medio ser y agrietando entre el dolor leve de su cuello, acogotado por esa mano gigante del hombre que le hacía el amor.

La asfixia era tenue, pero prolongada, casi comparada con el alcohol que flota dentro de un tonel de roble cuando el vino estalla. No le importaba, a quien le importase la falta de oxígeno en su cerebro cuando su cuerpo ardía entre leños encendidos de una cabaña abandonada en el medio de la montaña, prendiéndose fuego a cada segundo que la carne ajena abastecía los rincones más frágiles de su cuerpo

Se amaban, se retorcían, se enjaulaban y se soltaban con gemidos tan letales, que la propia similitud orgásmica notaba una simbiosis como nunca antes alguien hubiese retratado en un escrito.

Ella lo arañaba, le frenaba en su pecho las líneas más exóticas del amazonas, y él, con ese karma de devolver sexo con sexo, forzó la boca de la joven con una cuerda de cuero, haciéndole saborear ese gusto tan particular del cuero recién curtido, masticando de tanto existe, mientras su corazón reventaba como una bombita de agua contra un paredón bajo el sol de verano.

No la soltaba, la tenía dentro de él, clamando sin poder hablar, sin poder correr, sin poder morir, solo en estado puro del fuego primitivo de entre las islas marinas bajo su vientre. Algo de navíos luchando enormes olas, a segundos de naufragar cerca de esas costas de enormes fogatas, de enormes vientos cálidos, de enormes unas con lanzas en sus manos.

Ese cuerpo, vaciándose como un punto en el infinito, daba la sensación de explotar en cualquier momento, como cuando un orgasmo se prende fuego en los ovarios de una hembra esteparia, y las cenizas comienzan a volar por entre los muslos del hombre. Una criatura con olor a elíxir, a llama de roble, a cerezos maduros q son arrancados y mordidos por aves exóticas.

Su cuerpo vaciándose, en este escrito, hasta dando la sensación de que alguien observa por detrás del cortinado, un tercero en la habitación, y la desea, la mira con detenimiento, esperando mezclar los olores a lluvia, a sudor hembra, y que en la explosión orgásmica, la niña se convierta en cenizas y aquellos dos hombres, en peces prestados de una pecera sin alimentos, nadando furiosos entre choques buscando esos pedazos de roble, que se vuelven cenizas, peces que se vuelven pájaros y estallan.

Bajo los efectos alicientes de concretar sus deseos más profundos, y bajo un poder más elevado que el propio uso de sus cuerpos, ella junto al último suspiro se retiró la venda de su rostro y abrió los ojos bajo esa luz tenue de habitación, bajo esa premisa de ver más allá de sus sentimientos. Aquel hombre quedó allí, a su lado, esperando algo que no sucedería, pero que sus cuerpos decían por si solos.



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Wow, impresionante. Tenía tiempo sin leer algo con tanta entrega.

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