Los panes del basurero en la pandemia

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Ella nunca dejó de llorar en la pandemia: ella quería comer pan. El confinamiento le hacía repetir con insistencia: «Nos matará el virus. Tengo hambre. No hay pan. Siento que muero». Mi hermano menor, la distraía con otras cosas de la vida.

Yo confirmé lo dicho por mi hermano; le dije: «Hoy vamos a salir a buscar los panes».

Esta no era una mentira distractora. Pero no tenemos dinero para comprar los panes. La realidad, el hambre, nos apretaba el estómago, las tripas y el cuello.

Estas carencias me hacían recordar a mi padre, cuando nos decía: «Uno cuando tiene hambre, y no tiene dinero, los panes de las panaderías los vemos más grandes».

Antes de salir a la calle a buscar los panes, ese día en la madrugada, la encontré a ella llorando en la cocina. Mi hermano llegó y le hizo compañía y también lloró.

Para consuelo, tal vez de ambos, él le decía: «No te preocupes, no llores, todo pasará. La cuarentena, el virus, el hambre, todo pasará. Pídele a Dios para que salgamos pronto de esta pesadilla. Ya todo el mundo busca una vacuna. Todo pasará, no te preocupes». Pero ella seguía llorando.

Ella no paraba de hablar y llorar. Mi hermano insistía que todo iba a estar bien: «Todo pasará, todo terminará». La persuadía para que comprendiera y aceptara que dentro de la casa (aunque, confinados con las carencias), encerrados en esta cuarentena, nos protegemos mejor del Covid-19.

Pero ella regresaba con su llanto y su queja: «Esto no me deja dormir, me deprime. El virus, el hambre. Esta pandemia, a los más enfermos, a los pobres de la calle, a los desamparados, a los ancianos, los está matando muy rápido. Y a nosotros, la cuarentena sin pan, metidos aquí en la casa, el hambre nos pone más locos».

No quise volver a intervenir en la conversación. Ella se bebió la pastilla que le recetó el psiquiatra. Yo permanecí en silencio, sentado a su lado; yo no quería llorar; me contuve.

Espanté las ganas de llorar. Sabía que ella tenía razón. La entendía muy bien. La pandemia, el encierro, nos dejaba mucho tiempo a solas con el hambre, la televisión, y con la soledad de cada uno de nosotros. Todo eso se unió al ocio.

El tiempo libre nos permitía pensar más; teníamos más tiempo para recordar. Y en verdad, pensar y recordar, no era nada malo. Pero, en el caso de mi hermana, con su edad avanzada y su memoria más vulnerable, era más riesgoso y más grave: representaba un peligro eminente.

Ella estaba acostumbrada, por los males que padecía, a no pensar mucho, a no estresarse, a estar dopada, a realizar solamente los oficios simples y manuales: ir al mercado a comprar las verduras y la comida, ir a la iglesia, hacer los oficios del hogar, ver TV, comer y dormir.

El pensar y el recordar, por culpa del encierro (el confinamiento), era algo muy novedoso. Todo esto le llegó de imprevisto. Nadie se lo esperaba.

Aunque, ese día en la mañana, cuando nos dispusimos a salir a la calle, era solamente para recorrer algunas cuadras en la cercanías de la casa. A pesar de todo, ela nos preocupaba. Pero nos dijo: «Vayan tranquilos a buscar comida. Lleven tapabocas. Vayan tranquilos, yo voy a estar bien».

Esta mañana salimos, y al poco rato, mi hermano me dijo:
-Creo que ella miente. Nos está engañando. La veo mal, se puede ahorcar.

-No creo que se mate. La veo más tranquila y resignada.

La verdad era que también tenía esa inquietud, pero no lo quise comentar. Es que pudiera ser una treta para quedarse sola dentro de la casa. Ella hacía los oficios normales —le fascinaba—, pero esta vez, creo que exageraba; hoy en la mañana hacía los oficios (diligente, impecable) como para ignorar lo que pasaba.

Sospecho que fingía su bienestar. Se hacía la que no sufría de nada. Como si borrara lo sucedido en la madrugada cuando lloraba muy desconsolada; y al salir el sol, ya nada pasaba, no lloraba ni hablaba del hambre ni del confinamiento. Se mostraba tan normal como si (antes y ahora) no existieran los virus, la pandemia y el hambre.

Deambulamos sin rumbo y sin dinero y al final llegamos al basurero donde se encontraba mucha gente escarbando los desechos.

Por suerte para nosotros, apilados estaban unos panes duros y viejos

La tarde se nos vino encima. Regresamos a la casa. Llamamos. Tocamos la puerta varias veces. Y de pronto nos invadió un gran silencio. Y al fin, Helena abrió la puerta; estaba llorando. Esa noche, encerrados en la casa, devoramos los panes del basurero.



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Me encantó la redacción, la realidad que retrata y el sentimiento que transmite

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