Diario personal: El tiempo de la espera

Mi padre se fue de casa. Yo cambié de carrera. Me mudé a una residencia al pie de la autopista. Nadie apostaba por mí.

Una mañana me levanté y mi mamá fumaba en el comedor. Nunca había fumado, al menos, yo nunca la vi hacerlo. Todo había acabado. Después de treinta y ocho años de matrimonio, por fin, dijo, se separaron. La familiaridad es una ceguera: por un momento, bajo la luz de la ventana, con la taza de café a un lado y los ojos enrojecidos, mi mamá me pareció otra, ajena. Pude entrever a una mujer, con un pasado soterrado, que desconocía completamente, y, sin embargo, me llamaba hijo.

Todos decían que ahora se viviría en paz. Sin exabruptos ni silencios cargados de amenazas. Sin embargo, la casa se fue ampliando, creciéndole otras dependencias desconocidas, aflorándole un espacio solitario. Nadie regresaba a casa. Mi hermana trasnochaba fuera. Mi mamá salía constantemente. Una prima se fue del país y me ofreció cuidar su apartamento. Me mudé. El rostro de mi papá comenzaba a borrarse.

No deseaba nada. Estudié un semestre en la universidad pero no me satisfizo. Deje de ir y suspendí estrepitosamente. Lo único que me gustaba era caminar una y otra vez Sabana Grande. Sentarme en un banco bajo la tibieza del sol de media mañana y observar. Ver las personas paseando. Sin pensar. Estaba esperando, ¿esperando qué? No deseaba nada.

Mi papá comenzó a llamarme: insultándome o rogándome: las dos cosas dolían. Abandoné la universidad. Mi prima se ofreció pagarme la carrera de psicología. Acepté como aceptaba todo, con resignación. Presenté la prueba de ingreso. Durante el tiempo de la publicación de resultados, una nueva espera, solo dormía y leía y caminaba por una calle cerrada donde había caído un árbol y en el agujero, producto de las lluvias frecuentes, se formó una laguna.

Un día me encontré a Héctor. Hablamos del liceo. Del pasado. Lo vi muy envejecido. El tiempo era parecido a la laguna estancada. Tenía 19 años.