De principios: El café Europa.

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(Edited)

Jezabel Boch fue un magnifico escritor. En prejuicio de su historia y su desaparición, yo no lo soy. A lo sumo, soy un observador. Mis dos grandes virtudes se revelan, en el fondo, dos grandes defectos. Aunque la literatura me ha llamado; no poseo talento literario, no verdadero, pero sí el ojo crítico de reconocerlo. A su vez, mi inteligencia me permite el desdoblamiento suficiente para apreciar mis límites; más, no superarlos. En todo caso, desde mi posición de observador, quisiera hacer unas anotaciones sobre Jezabel Boch:

Su figura alta y encorvada dominaba el café Europa. Era un personaje anacrónico; sus trajes de gabardina, su sombrero negro de hongo, daban la impresión de una fotografía fugada del tiempo. Se debió consumir varios diccionarios porque su conversación consistía en palabras largas y olvidadas o, que en su boca sonaban, fantásticas. En poco tiempo, toda la vida del café gravitaba detrás del biombo, lleno de humo, donde Boch ocupaba una mesa para sus consultas. Largas filas de peticionarios solo venían a verlo; él sonreía con un cigarro en la mano, posando para las fotografías, consciente en lo que aquel sequito lo empezaba a convertir, en una especie de guía espiritual.

Al café Europa le sentaron bien los distintos nombres con que le honraron sus discípulos. Quizás surgió en la época equivocada; como aquellos hombres importantes y anónimos que el tiempo se encargó de condenar al olvido. Sin saber cómo, surgió en la montaña de San Antonio. Una vieja casona desalojada. La Rosa Perdida (uno de los tantos nombres primigenios) en sus orígenes regentaba el porte galante y romántico de los cafés franceses de hace una década. Sus grandes cristales negros que ocultaban su interior y las discretas letras doradas del umbral, le daban un aire distinguido que contrastaba con el monte que crecía en sus laderas. Basta decir que la cafetería Europa hubiera sido un lugar de alta clase; con paredes madreselva y mesillas de madera clara. Un sitio elegante, donde un portero encanecido y con traje te abriría la puerta. Y las jóvenes con pantalones ajustados a las caderas y blusas fantasmagóricas pedirían batidos después de la última función de cine. Donde lo más fuerte hubiera sido cerveza aguada con postres salidos de las revistas del domingo. Sin embargo, en aquella época de tensión política, el local perdió su nombre así como los sueños de grandeza que un día pudo albergar. Se erigió en piedra contra las corrientes fuertes. En una cueva en donde los perseguidos acabaron por refugiarse. Sus menús, que en otros tiempos ambicionaban con ofrecer hermosos pasteles y golosinas, dieron paso a un códice aprendido entre los que frecuentaban el lugar podían hallarse. La ilusión de haber sido un albergue para enamoradizos se extinguió a las voces susurradas, los ojos inflamados y las manos nerviosas que muchas veces derramaban media taza antes de llegar a los labios, de los poetas malditos, políticos de causas perdidas, escritores de mala muerte y aprendices del tarot que hallaron en la fría sala de la Rosa Perdida su refugio y su santuario.

Conocí el local en la celebración de un amigo por su poemario publicado (publicado por él). «Te gustará este sitio, a ti que te gusta escribir». De esta forma me aseguró que existía un rincón de “Poetas Muertos” al que asistía con regularidad. En realidad, yo intentaba escribir. Mi mano, de manera infructuosa, quedaba suspendida. Había escrito tanto de mis escritores favoritos, admirado tanto, que los encumbré en símbolos de culto; mi mano, entonces, inevitablemente, no trazaba una línea sin el peso de la comparación. Me amordacé. Mi voz que pugnando por liberarse en borbotones de palabras, fue cancelada. Lo abandoné. Los intentos fallidos me convencieron de mi nulo talento, y me dediqué a observar.

El mesero, uniformado de blanco y verde, se acercó a nuestra mesa. Alejandro se peinó su cabellera negra y oteó el panorama. Pidió dos cafés Neruda. Me pareció curioso el nombre que le daban a dos capuchinos. A una señal de Alejandro y bajando la voz, este me indicó que en el salón circulaba un lenguaje propio; una configuración en la que cada pedido estaba cifrado con una declaración de intenciones: los cafés Gallo Rojo y Gallo Negro tenían un tinte político que nunca pude descifrar. Café Baudelaire. Café Dostoievski. Café Borges. Así una gama infinita, cada uno con connotación distinta.

La sala estaba repleta de espejos. Las mesas rebosaban de humo y conversaciones.
— ¿Quién ese que esta allá?—pregunté.
— ¿Ese? Es Jezabel Boch, ¿No sabes quién es?

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Fuente

Esté texto tiene el nombre de principios, porque a veces, por el fin de escribir, comienzo textos que no van mucho más allá. Si te gusto, sin embargo, tengo dos series que estoy continuando en mi blog. Gracias por la lectura.



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