Requien y despedida

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Cuando me siento a su lado, en el césped que bordea la vereda junto al paredón que da a las vías del tren, la siento lejana, ya no es la misma de hace tres años atrás.

En verdad ninguno de los dos somos ya los mismos. Apenas somos meras sombras de lo que supimos ser, a tal punto que sentados uno junto al otro nos miramos como completos desconocidos.

-No sé qué quieres, flaco -me dice ella, enfatizando la palabra “flaco”, que sabe que la detesto porque me despersonaliza y lastima. Y si algo sabe de sobra es lastimarme.

Pero esta vez siento que lo merezco, la he dañado y ella, si bien perdona, no olvida y en algún momento devuelve el golpe. Este es, precisamente, uno de esos momentos.

No hace falta escucharla cómo vuelve a decirme “flaco”, advierto que busca lastimarme en su mirada fiera, en esos ojos color miel que se le encienden cuando está enojada, fastidiosa, harta, en su tono de voz metálico, seco y cortante.

Sé cómo frenarla, sé las palabras exactas y dañinas que debo utilizar para detener su arremetida, pero no me salen, me quedo mudo, con cara de idiota, quizás detenido en esos rulos negros hermosos que me siguen enamorando como el primer día, quizás en ese placer casi masoquista que me despierta oírla molesta, quizás porque, en efecto, tampoco sé qué quiero con ella.

Solo sé que la quiero, o que la quise muchísimo, pero no puedo decirlo. No solo porque mis actos anteriores me lo impiden, sino porque la conozco y sé que, enojada como está, sólo agravaría la situación.

Balbuceo una explicación inútil, casi una simulación que ella, rápida y hábilmente, rechaza. Es que no sólo sabe lastimarme también me conoce como nadie y con ella siempre es jugar con cartas marcadas, me desnuda con una sencillez envidiable y tiene la capacidad de adivinar todas mis trampas, actitud suya que odio y adoro con idéntica pasión.

Atrás pasa un tren y el ensordecedor ruido me otorga una pausa obligada, una suerte de tregua que intento aprovechar para pensar qué responderle, cómo desbaratar sus defensas.

Pero en el fondo sé que no podré hacerlo, que está bien atrincherada y decidida. La vuelvo a mirar y ensayo una sonrisa. Ella nada. Entiendo que sólo resta irme y me voy, sin saludarla, simulando ofensa o enojo aunque sé que ya no le importa.

Me muero por voltear a verla por última vez, pero me contengo. Ya en el tren, de regreso a casa, intento retener una última imagen suya que no sea la de su cuerpo maltrecho tras haberla asesinado, veinte años atrás en un ataque de ira.

Es la primera vez que la veo desde que salí de la cárcel.



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