Los días de hambre

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Esto me ocurrió en una época que mis finanzas andaban por el piso ese día no tenía nada para comer: ni un pan. Estaba hambriento, desesperado, bostezando; las tripas parecían gritar y delatar mi desesperación. Hice algo para calmarlas. Fui a la sala de la cocina: abrí la nevera, el refrigerador, y solamente había agua. Tomé alrededor de siete litros de agua para llenar y engañar con líquido mis lánguidas tripas. Era un viejo truco pueblerino; un engaño perverso que le hacía al estómago quejumbroso. Y así me fui a dormir.

A la mañana siguiente recordé todas las pesadillas que tuve por el hambre.

Una pesadilla fue la más notable: era que estaba tendido en la playa, tomando una cerveza y comiendo infinitas ostras, pescados y sopas de mariscos.

Un mesero, empleado de algún kiosco de comida playera, vestido con elegante uniforme marino (blanco y azul), se acercaba a mi toldo (tipo paragua), y traía el encartado a mi mesa: ofrecía exquisitas y deliciosas comidas que yo desesperado pedía al instante; y el tipo (muy atento y advertido de mi hambre pavorosa) era diligente hasta que como pude, me levanté saciado, rematé con una fría cerveza; y me fui a dar un chapuzón en la playa.

Fue cuando de pronto, un inmenso tiburón hambriento, más hambriento que yo, apareció de las profundas aguas saladas; tenía un tamaño monstruoso, descomunal; abrió su boca por donde podía tragar toda mi casa; y de su solo envión, se tragó completo mi cuerpo. Ahí mismo me desperté. Hambriento.

Me fui a lavar la cara. Sentía mi boca seca y salada; pues me quedó la sensación espantosa de estar dando vueltas en la barriga del hambriento tiburón junto a sus amargos excrementos. Me di un baño; poco a poco me fue pasando el malestar de la pesadilla. Pero yo seguía bostezando.

Ya no aguantaba más el hambre. Miré por el solar del vecino; allí estaba una gallina con siete pollitos amarillos que no se despegaban de la protección enfurecida de su clueca madre. Nada; no pude robarme ni la gallina ni siquiera un pollito.

Me avergonzaba que el hambre me llevara a pensar en arrebatar un pollito a esa gallina medio clueca. Tampoco debía quitarle la mamá a esos indefensos animalitos. Además, yo no era ningún ladrón; todo eso lo pensé al principio, porque, luego cambié de opinión.

El día que cambié de opinión yo sentía el pellejo del estómago como pegado al espinazo. Hambriento; tomaba agua en abundancia.

Aquél día decidí lo inesperado: arrebatarle un pollito a la gallina y comérmelo frito. Armé todo un plan para secuestrar al pollito. Era sencillo. Esperaba que estuvieran solos en el patio: la gallina y sus pollitos. Y el más retirado de la gallina, el pollito más confiado y despistado, ese sería mi presa: lo tomaría y lo traería a mi casa. Lo mataría. Le sacaría sus plumitas, lo abriría, le extraería sus vísceras y luego lo herviría para hacer un consomé, retiraría el cuerpito del pollito: y luego me bebería el caldo; y lo otro, el carapacho, lo echaría a freír en el sartén. El resto, las vísceras, la cabeza, las patas, las plumas, todo eso, lo metería en una bolsa de plástico, insospechable, y lo llevaría hasta el riachuelo para lanzarlo río abajo. El hambre me desquiciaba; me convertía en un vulgar ladrón de gallinas y pollitos.

Me lancé la osada perversión arrastrado por el hambre.

La gallina estaba ahí con sus pollitos. Todo estaba desolado. El único ruido que había era la gallina, los pollitos, y mis tripas chirriando por el hambre. Al fin, uno de los pollitos, el más confiado, o diría el más descuidado, se fue poco a poco alejando de la gallina clueca; hasta que lo tuve en mis manos. Y lo atrapé.

Pero no estaba en el plan que este pollito chirriara tanto: más que un puerco cuando lo llevan al matadero. Y salí corriendo, huyendo del lugar con el pollito; cuando de pronto, ocurrió lo inesperado, la gallina me perseguía como loca para defender a su pollito.

Fue cuando entré a la casa, y cerré la puerta. Pero ahí se quedó afuera la gallina haciendo un escándalo, una bulla tan terrible, que me comenzó a llenar de miedo porque me podía delatar con mis vecinos y con todo el vecindario.

Aun así, asumiendo tan delicado riesgo, decidí resistir el ataque de la gallina. Picoteaba la puerta; era terriblemente amorosa. Intensa. Se puso infernal en defensa de su hijo. Así nos tuvimos largo rato, ella picoteando mi puerta, y, yo avistaba por mi ventana para que nadie me descubriera o se percatara de lo que estaba pasando.

Finalmente miré por la ventana y estaba la gallina afuera enfurecida. Tomé al indefenso pollito, abrí con sumo cuidado la puerta, y lo solté: la gallina se le acercó, se tranquilizó, y contenta se lo llevó. Creo que también esa fue una de las pesadillas que tuve.

Me fui a dormir. Pero seguía hambriento y aunque tenía muchísima hambre, insólitamente, me quedé dormido sin pesadillas. Y esa misma noche, soñé feliz: que yo estaba en la orilla de la playa; y en un zambullido me lancé al mar, y nuevamente, me salió el gran tiburón. Pasivo; y sin agresiones. Pero esta vez, cuando retorné harto a la orilla, me sentía, doblemente hambriento, como si yo me hubiese tragado al tiburón.



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