La novia del barrio

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Estando en Caracas de vacaciones con un familiar, me conseguí una novia, yo era aún un adolescente y ella vivía en un barrio que los amigos me decían que era peligroso, pero no les hice caso y una noche me fui a visitarla.

Era una desventaja no conocer el barrio, igual que la misma ciudad en pleno centro: nadie te conoce en la soledad ni en la oscuridad de la noche. Pero, si digo: que te conozcan en el barrio es una ventaja, es razonable, porque saben quién eres, y dicen, ahí viene fulanito, y te conocen, te permiten pasar tranquilo: puede que te pidan algunas monedas y luego pasas tranquilo. Esa es la ventaja que te conozcan; pero nadie me conoce.

Y otra de las desventajas que tenía es que iba caminando sin saber por dónde: con la mirada no me ubicaba para donde iba, y creo que conociendo el barrio, tampoco pudiera ver bien por la oscuridad de la noche.

Los tres niños se me acercaron, venían detrás de mí; se ubicaron como a tres metros de distancia. No hablaron conmigo; es como si no me hubiesen visto, pero, yo los veo. Yo estoy más adelante del camino; ellos se quedaron en actitud sospechosa.

Al rato vi que ya no era una actitud tan sospechosa; trataban de abrir (tal vez, violentar) la cerradura de una casa. Intentaban forzar una puerta con algo extraño: una aguja, o tal vez, otra llave distinta a la del propietario.

La verdad no lograba distinguir con qué abrían la puerta (eran simples presunciones mías): pudiera ser con cualquier cosa que abran esa puerta. Uno solo de los tres niños se encargó de violentar la cerradura; los otros dos no sé muy bien donde se ubicaban porque cambiaban indistintamente de lugar

A mí no me beneficiaba la oscuridad para caminar por el barrio. A ellos, a los tres niños, tal vez si les beneficiaba.

Sorpresivamente, por la ventana de la casa una mujer comienza a mirar; pronuncia algunas voces dirigidas al niño; y el niño desiste de abrir la cerradura. Los tres niños se agrupan y la mujer abre la puerta: los niños entran luego de pedir la bendición a la mamá.

Yo seguí por mi camino que iba paralelo al otro camino ancho. Mi camino me hacía subir más hacia la cima del barrio; en algo me beneficiaba, por lógica, más favorable mi visión de lo que pasaba abajo en la otra carretera o camino. Yo podía huir meterme en algún rincón y esconderme hasta amanecer: esperar la claridad de la mañana.

Así fue como vi desde arriba hacia abajo, desde mi camino hasta el otro camino, que abajo venían siete muchachos de una edad entre 15 a 18 años: los vi y creo que me miraron desde que entré al barrio; al tenerlos en una vista común —hice un gesto muy tonto de mi parte—; metí mi mano derecha en la cintura como para simular sacar una pistola como una burda intimidación para asustar a los muchachos. Y todos se metieron las manos en las cinturas, parodiando lo que yo hice para sacar también una pistola.

Yo no pude engañar a nadie haciendo creer que yo cargaba una pistola en la cintura. Ahora el asustado era yo; los siete muchachos tenían las manos metidas en la cintura, dispuestos para sacar quizás armas verdaderas, pero resulta que, los muchachos eran buenas personas; se echaron todos a reír de mí, se fueron cantando, parrandeando; siguieron caminando. Yo sentí un alivio momentáneo.

Todo esto me hizo reflexionar antes de terminar mi camino. Me doy cuenta que estoy en un barrio por razones del azar.

Finalmente, ahí más adelante, pude bajar al camino más ancho; me bajé del camino angosto. Pisando ese nuevo camino exactamente, en un punto que llaman cuatro bocas, donde se encuentran las esquinas de cuatro calles, ahí mismo comienzo a cruzar una curva hacia una de las calles, y enseguida me topo violentamente con una persona; pero, logro mirar bien su cara porque lo tuve muy cerca, no lo conozco; jamás lo he visto: su rostro es de piel blanca (catire); pude ver ese color del lado izquierdo de su rostro cuando nos topamos y la luna se reflejó en su piel; pero, al virar, la otra parte de su rostro era de color negro como pintado con carbón para disfrazar ese lado del rostro y no descubrir su identidad ante cualquier fechoría cometida.

Este momento fue el más espantoso: sentí que mi corazón se movía brincando como alguien que se ahoga en su propia sangre.

Pero, me salió como del mismo corazón, soltar un llamado como de auxilio frente a una de las oscuras casas que estaban en las cuatro esquinas; y grité:

-¡María; soy yo! ¡Horacio!

Pero ese tipo no se dejó convencer; no creía que yo había llegado al paradero que tal vez buscaba: un destino en algún lugar del barrio. Por eso se quedó firme parado a mi lado.

Yo simulaba con mi llamado; intentaba disuadirlo para que comprendiera que alguien me esperaba en esta casa. Pero no logré alejarlo; se quedó cerca, mirando mi rostro; dispuesto a cometer cualquier vileza.

Y, nuevamente, volví a soltar otro llamado que me salió como del alma:

-¡María; soy yo! ¡ Es Horacio!

En ese instante, salió de la casa una mujer alta, robusta, vestida con un camisón estampado y una falda larga estampada, y sus cabellos recogidos en crinejas que me permitieron ver su rostro y sus labios que aliviaron mi miedo:

-¡Soy María!¡Pasa adelante, Horacio!

Más atrás salió su esposo y el catire se fue.

Tembloroso les expliqué lo que hacía allí y me dijeron lo mismo que los amigos, que estaba loco.
Al final el esposo de la mujer, me sacó del barrio en su moto y me dejó en casa de mi familiar.

Entendí que todavía quedaba gente buena y terminé con la novia.



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