El pañuelo

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El hombre era inmenso, de grueso volumen, nalgas abultadas con exageración, brazos y piernas descomunales. Digamos que sus aproximados 180 kilos podían reemplazar a todo lo necesario para consumirse en un asado popular.

Asemejaba ser una estatua animada que se desplazaba exhibiendo su categórico tamaño.

La cabeza no era la adecuada para ese talle, quizás usaba ese formato para orientar al resto de los humanos que con él no podían contar si lo que buscaban averiguar era el número superior a 99, porque tres dígitos era una cifra excesivamente enorme para su reducido cráneo.

En fin, el tipo era una caterva monstruosa de carne que se comportaba correctamente mientras despedía aroma a colonia casera o de verdulería con un olor repugnante a coliflor que vaya a saber de dónde la sacó.

Con un gesto pidió café. El pocillo en su mano aparentaba ser un dedal con asa o en todo caso un regatón que había extraviado la pata de su silla. Cuando el pocillo se acercó a la boca pareció cobrar su verdadera dimensión, sin embargo, como si fuera una ilusión óptica fue desapareciendo al quedar oculto tras el racimo de monolitos, esos grotescos dedos que eran parte de su mano derecha.

Cabe señalar que no se sentó. Claro, de haber querido hacerlo se hubieran necesitado 3 o 4 sillas reforzadas con hierro T y unidas con zunchos metálicos de puro acero para que desparramara su tremendo almohadón.

Los parroquianos azorados no dejaban de mirarlo y cuando el chiquitín con la mirada recorrió el salón, ni uno solo dejó de disimular. Es de comprender, el Yeti de mal humor podía ser como una topadora sin control.

Puso dos billetes sobre el mostrador, se acomodó la bufanda que usaba como corbata, ojaló el botón tamaño hamburguesa de su carpa príncipe de gales y ya dispuesto a marcharse fue cuando se produjo la acción bélica.

La cara del orangután se transformó, no sabía qué hacer. En principio corrió hacia el fondo del local, luego intentó huir por una ventana, pero su chasis de semi-remolque se lo impidió.

Los gritos de las tropas que habían irrumpido en el tranquilo lugar, eran como chillidos de una bandada de aves carnívoras dispuestas a deglutir al sedicioso y a quién se ponga adelante.

Logró encerrarse en un baño al que milagrosamente logró entrar, pero estaba rodeado, de ahí no podría escapar.

Mientras tanto la gente con desesperación se tiraba al suelo, se parapetaban detrás de las columnas, el caos era total.

De pronto los chillidos desaparecieron y sobrevino un silencio sepulcral, tras cartón alguien pareciendo ser un sargento caminó con firmeza dirigiéndose al mostrador. Con autoridad y voz de mando le hizo jurar al encargado que nunca más lo atenderían porque un solo café le quitaba el sueño durante una semana y la ingesta continua de alimentos sin pegar un ojo sumado a un problema glandular le ocasionaban un crecimiento fenomenal.

El que se paró frente al mostrador no era un militar, todas las aves de la bandada estaban en una sola, en ella. La jefa del imaginario pelotón era el esperpento de su mujer, una flaca con no más de 30 kilos, huesuda, desvencijada, con poco cabello, un ojo entreabierto y talones agrietados, que además podía evitar las sábanas tapándose con arrugas y colgajos de piel, un cachivache, un oxidado rezago militar de alguna batalla del medioevo. Su chirriosa voz de lata vieja era un martirio y de la ropa mejor no hablar, trapos de un muestrario horrendo con los peores colores que alguien pueda imaginar. Uno de sus zapatos que eran más ordinarios que diente de madera emitía el ruido perturbador de un roto cambrillón.

Arrojar esa chatarra con toda su indumentaria a la basura hubiera sido un acto higiénico, una medida de protección para la humanidad.

Alguien avisó que la puerta del baño se había entre abierto y que se asomaba un puñado de longanizas agitando un trapo blanco en son de paz, el sedicioso quería entregarse. Había decidido soportar estoicamente el castigo que le impusieran a morir tristemente en un baño cual si fuera un desecho corporal.

El espanta pájaros con gran decisión se dirigió al lugar, se supone que algo hablaron, pero nadie escuchó. Tras eso la jefa dejó salir un chillido desgarrador, eso hizo que la puerta se abriera totalmente y todos fueron testigos del gran esfuerzo que le demandó al pobre King Kong trasponer esa abertura para entregarse a la autoridad.

A continuación el gran gorila caminó cabizbajo hacia la calle mientras el adefesio con gesto amenazante y triunfal marchaba detrás.

Una incógnita quedó flotando, King Kong sería mudo o no hablaría por temor? Nadie escuchó su voz.

Un hombre que dijo conocerlo aseguro que antes de encontrarla, el Yeti era cantante de ópera y ella llevada por la envidia mediante yuyos y preparados se encargó de secarle la lengua, además en aquellos años su cabeza era de tamaño normal. Un dato significativo son sus orejas. Si prestaron atención habrán notado que el método maléfico empleado no llegó a reducirlas, son de tamaño regular.

Totalmente convencido agregó, la calandraca siguió los pasos de su madre y su abuela, dos brujas de lo peor. Los maridos murieron de forma sospechosa y este bicho dañino en su alma carga plomo, mientras que el operista en el corazón lleva algodón.

Espero que no corra la misma suerte de aquellos buenos hombres que cayeron en las garras de esas impiadosas mujeres cargadas de odio y perversión. Hoy los seres maquiavélicos son tres, dispuestos a pergeñar para hacerlo sufrir hasta terminar con la vida del frustrado tenor.

Durante un largo tiempo el pañuelo con el monograma del artista lució clavado en la puerta del baño como prueba de lo sucedido aquella noche y quedó demostrado una vez más que el volumen no asegura el peso real.



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