La despedida del hombre de hierro

Un hombre de hierro, eso creía yo que era mi tío Eustorgio. De niña lo veía como un gigante de mucha fuerza y poder. Era el tío mayor, al que le temíamos al verlo llegar porque de inmediato nos marcaba las distancias y, como decía mi abuela, nos ponía en cintura. Era el tío que ponía a prueba nuestra educación y nos paraba frente a él para hacernos un riguroso interrogatorio de conocimientos. Se tomaba un tiempo para preguntarnos toda la tabla de multiplicar y que Dios nos librara de cometer errores porque nos sentaba en un rincón para que nos la aprendiéramos. Así aprendí definitivamente, a los 9 años, que 7x8 son 56. Eso no se me olvidó nunca.

El hombre de hierro llegaba en las vacaciones para mostrarnos que la letra con sangre entra. Llegaba a enseñarnos de todo un poco, pues era un apasionado por los números y las palabras, muy cuidadoso de los modales y la cortesía. Era un hombre muy inteligente y con una memoria infinita. Guardaba en su mente muchas palabras como si fuera un diccionario. El día que me preguntó el significado de una y le respondí correctamente, me ascendió a un nivel más cerquita de él. Ya no le tuve más miedo, esperaba ansiosa las preguntas como si estuviera en un reto de conocimiento, pues era una oportunidad de oro para aprender con él.

A mi tío Eustorgio, lo llamábamos Mano, ese era su vocativo preferido, a todo el mundo le decía mano por hermano y él se quedó con el apodo del tío mano, en estos últimos tiempos. Mi tío era un hombre muy disciplinado, metódico y organizado como buen ingeniero y así mismo en la vida diaria. Además, amante de la puntualidad. Si acordábamos una visita a mi casa a una hora determinada, él estaba listo dos horas antes. Así fue hasta para ir a las consultas médicas, pese a sus malestares. Solo una vez, no lo encontré listo, ya estaba cansado. Me costó convencerlo.

El hombre de hierro era distante, arisco como un gato, pero con un corazón enorme y bondadoso. Tan generoso que lo entregaba todo, sin importarle quedar con las manos vacías y siempre dispuesto a ayudar. Con los años, compartimos nuevas experiencias. Se jubiló del trabajo y se mudó a Cumaná, a vivir con mi mamá, una de sus hermanas menores. Con él estreché mucho más el lazo que nos unía y el cariño, el respeto y la admiración fueron mutuos.

Este año, una enfermedad se apoderó del hombre de hierro y quiso debilitarlo desde el inicio, pero él no se rindió ante ella tan fácilmente. Luchó, trató de franquearla en su batalla. Lo acompañé a transitar ese camino. Hicimos una dupla comprometida y respetuosa. Él, hombre de carácter fuerte, acorazado, solo accedió, en estos últimos meses, a mis peticiones por su bien y yo me esmeré en sus cuidados. Le di mis manos para que se apoyara y las dispuse, pidiendo a Dios que sirvieran como medicina sanadora. Sacó una fuerza descomunal de no sé donde para soportar la enfermedad, sin queja hasta que no pudo más. Se vio débil, inerme y abandonó la lucha.

¡Se rindió el hombre de hierro!

Mi tío Eustorgio abandonó este plano hace dos días, el de los Santos Inocentes. Se fue un hombre bueno, generoso. Ya no era el tío al que le tenía miedo. Era un ser humano vulnerable, era mi pensamiento permanente, la petición más sentida y directa a Dios por su sanación. Mi tío me dejó muchas enseñanzas, me mostró de qué puedo ser capaz y me regaló su confianza.

Ayer, lo llevamos a su destino final entre nosotros, con la nostalgia del adiós, con lágrimas de aflicción, pero con la esperanza de un reencuentro en la eternidad.

Hoy al despertar, sentí como si todavía estaba en mis pendientes de todos los días. Un cúmulo de sentimientos se apoderaron de mí. La tristeza por su ausencia, la satisfacción de haberlo apoyado y acompañado en su batalla, la tranquilidad de que ya está en un lugar hermoso donde podrá descansar en paz.

Me dejó muy triste su despedida, pero ya estoy retomando fuerzas. La vida sigue y nunca lo olvidaré. En mi memoria guardaré su: Manita, manita...no te preocupes tanto por mí.

Así era mi tío.