El viaje al templo

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A merced de la vigilia, del sol y del sereno, de la humedad y el viento, sobre pilares de mármol se erige el templo. Está en la cúspide, allá a donde muchos miran con anhelo en las mañanas en que el sol, desde el este, dibuja una diagonal sobre la efigie que le antecede. Su cuerpo bello, con los brazos abiertos, recibe impasible a su rebaño. La madre del conocimiento. La que guarda tras de sí el santuario de la razón.

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Y en la comarca abren los brazos y entonan un canto. Arengan a sus hijos a empinarse hacia la cumbre destellada. Arengan a sus hijos a entrar en el vientre del leviatán, a conocer y admirar sus entrañas, a morir como novicios de sus consejos añejos, y a renacer como ángeles imbuidos de lo dorado, que brilla incuestionable.

Pero bajo las alas del búho de Minerva, que abre sus alas en la noche, bajo la imagen de Prometeo robando el fuego, y luego siendo castigado, bajo los laureles y las ceibas, entre los bustos y el mármol, se vive una fantasía frágil, donde todo rito culmina en hedonismo, donde las falacias cunden en el habla, donde se hace suelo cómodo para las filosofías conclusivas. Y las filosofías conclusivas son sinónimo de muerte. Ni símbolos contundentes, ni tragedias empolvadas, aquietan o hieren a estos espíritus satisfechos por el placer de un número, henchidos por las marcas y los aplausos.

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Bajan, bajan hacia el llano. Bajan con su luz mortecina, hechos seres de bien y aclamados por quienes los ofrendaron en sacrificio. Bajan como mesías a salvarnos de la nada, con la razón como espada y con la corona que los acredita. Entre nosotros danzan y cantan hasta el hartazgo, para caer agotados en el suelo y dormir. Para que al despertar les mostremos lo inamovible, esa masa oscura que ocultamos al otro lado de la colina, aquella que nos alimenta y nos aniquila. Entonces se quiebra su ficción, y comienzan a intuir de dónde vienen y a hacia qué lugar se mueven, y qué se debe conservar. Algunos huyen frente a esta verdad que es como una aguja que apunta al pecho, pero otros hincan las rodillas. Esos son los nuestros.

Y no hace falta ordenarles: ellos se levantan y se secan el rostro, ya se preparan para abrir los brazos y entonar el canto (ese que bien conocido de tantas veces escuchado) junto a nosotros, esta vez dedicado a los nuevos retoños. Es lo que se debe, y siempre se deberá de hacer.



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