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Los médicos observaron con preocupación una de las radiografías de mi cráneo. Ese accidente en motocicleta revelaba que más que una contusión cerebral, tenía alojado allí un objeto desconocido que visiblemente era como una gran mancha del tamaño de una pelota de golf.

Estaba allí en la clínica esperando una mala noticia. Pues mi madre compartía conmigo ese sentimiento de angustia camuflado con el esbozo de un rostro sonriente, aunque no había motivo alguno de sonreír en esa situación. Pero aún no habían detalles certeros.

Pues podría ser cualquier cosa, como la acumulación de sangre producto del fuerte impacto, una radiografía defectuosa o tal vez quedaba una tercera opción. Un tumor.

Los días habían transcurrido hasta que por fin me habían dado el alta médico. Supuse que de ahí en adelante solo debía hacerme chequeos médicos para lograr entender qué estaba mal en mí. No sentía ningún tipo de dolor, aunque reconozco que los mareos me despertaban de noche muy exaltada.

Comprendí que esto solo era parte de las secuelas del accidente y no le di mayor importancia hasta que un día todo cambió para peor. Comencé a tener alucinaciones de las cuales no lograba diferenciarlas de la realidad. Y yo me convertía en un auténtico peligro para mí y los demás.

Los próximos días se habían convertido en un calvario y de esto no se lo había hecho saber a mi madre para no preocuparla. Un día como hoy salí de compras y la gente me veía directamente a los ojos como un lobo está acechando a su presa. En cada casa había un auto funerario en el que cargaban un ataúd. El cielo se había vuelto gris y melancólico, sosegado por la falta de vida.

No logré resolver el por qué en toda la cuadra donde vivía habían tantas personas que habían fallecido y que, a la misma hora, eran cargadas hacia un destino final. La pesadumbre de mi existir me atormentaba, pues podría ser yo la siguiente persona en irse.

Ahora sabía que era mi mente la que me jugaba esas malas pasadas, pues otro de los días vi desmoronarse parte de la calle por la que caminaba y de ella salir y arrastrarse personas derramando sangre entre su paso. No podía ser cierto bajo ninguna circunstancia. No era nada real; el ritmo de mi corazón ilusionaba con detenerse para así descansar luego de correr tan fuerte contra las mareas de mi mente.

Estaba viviendo un surrealismo del cual no podía escapar. Mi madre era la única persona que podía sacarme de esta desgracia que estaba viviendo. Pues en algún momento se enteraría que yo no era consciente de lo que me estaba pasando.

En una de las falencias atravesé un campo de pastizales que curiosamente apareció a la vuelta de la esquina. Juraría que jamás estaba allí, sin embargo logré acariciar sus hojas marchitas al punto de nuevamente confundirlo con la realidad. Se sentía muy al tacto, luego froté mis dedos y noté que se deshacía entre mis manos.

Nuevamente esto venía seguido de algo perturbador y mi corazón comenzó a latir exageradamente. Comenzaron a rodearme pequeñas criaturas jorobadas y con ojos saltones portando algo así como guadañas, que a decir verdad eran más imponentes que ellas. De pronto el cielo se oscureció y vislumbré una luz proveniente de la lejanía de aquel pastizal. Parecía como que su reflejo, un tanto verdoso, les dañaba la piel haciéndolas casi cenizas.

No pasó mucho tiempo hasta que sentí desvanecerme por completo y entre varios parpadeos vi a mi madre hablarme con palabras inconclusas. No entendía nada de lo que me decía, pero allí estaba junto al médico enfocando su linterna directamente a mis ojos.

Presentí que estaba entre lo real y lo que es imaginario. Veía el rostro de ellos ser y no ser a la vez y en cuanto me puse a romper en llanto, un aire de paz cayó sobre allí. Fue cuando noté a mi madre abrazarse a mí mientras besaba mi frente.

Cuando logré volver en sí me hallaba en una camilla de hospital dirigiéndome hacia el quirófano. Las luces impactaban sobre mí a medida que me trasladaban hacia aquel piso del que no sabía que podría ocurrir.

Me sentía totalmente aterrada y mi cuerpo se estremeció en pánico pensando que no volvería a ser quien fui. Dejé mi vida en manos de los médicos quienes más tarde, con una suerte de simpatía me indicaron que me anestesiarían hasta perder la conciencia. Y así fue, las palabras que me hacían repetir lentamente ya no las podía pronunciar mientras veía a la gente de allí difuminarse entre siluetas que bailaban sobre el horizonte de mis ojos. Luego mis párpados finalmente bajaron sus telones hasta ya no ver más.

Han pasado ya dos años desde que me han hecho aquella cirugía donde detectaron un tumor maligno, que si no fuera por el accidente, me hubiera consumido de una manera despiadada y agonizante. Sería mi lecho de muerte en absoluto.

Luego de perdurar en la agonía de mi mente pude sacar provecho de una situación que para muchos sería traumática. En efecto, lo es, pero también es motivo por el cual hoy en día me reconocen mundialmente por lo que soy. Una artista del mundo surrealista.