Relato: Juegos políticos

Palacio de Whitehall, Londres. 1536.

Hvitserk Ragnarsson contempló a la pareja que se encontraba bailando a pocos metros de la mesa de banquete en el que se encontraba sentado.

La nueva esposa del rey parecía ser más dócil que la anterior, aunque no dudaba que velaba por los intereses de su familia. Rogaba que Jane Seymour fuera más inteligente que Ana Bolena, pues Enrique no dudaría ni un segundo en mandarla a decapitar si le daba una hija más o si no le pudiera dar el tan ansiado hijo varón.

En su opinión, la obsesión de Enrique por un heredero era en cierto modo absurdo. La dinastía Tudor no podía extinguirse solo por no haber descendiente varón; el rey tenía dos hijas, la primera con Catalina de Aragón y la segunda con la recién fallecida Ana. Las dos podían gobernar como reinas, y sus esposos solo serían reyes consortes. Un ejemplo vivo de ello era la propia abuela materna de María, Isabel de Castilla; ésta demostró ser una gobernante competente a pesar de sus conflictos con los moros y su profundo cristianismo.

A Enrique le convendría que sus hijas accedieran al trono si no quería que se extinguiese la dinastía Tudor. Sin embargo, optó por mantenerse callado en ese asunto, pues el rey era una persona que no escuchaba razones.

"Esto es el juego político más despiadado que he visto", escuchó que le comentara Magni, su hermano menor, quien se encontraba a su lado.

"Es común este tipo de situaciones en Europa, hermano", le replicó mientras bebía un sorbo de vino. "Quizás por eso prefiero irme al campo o al mar que estar aquí, viendo como se asesinan unos a otros, o que intenten matarme. Por cierto, ¿cuándo partirás a Vinland?".

"Mañana, si los dioses quieren. ¿Por qué?, ¿quieres venir?"

"A decir verdad, sí. Iré contigo. No quiero saber en cómo acabará esta locura".