Subí a la pequeña buseta soportando el molesto chaleco oculto bajo mi traje gris, y me senté hasta al final. Me sentía sofocado por la corbata y aquel incómodo chaleco que me molestaba en las costillas, así que desabroche mi saco buscando alivio. Por varios minutos, mientras recorríamos las diferentes paradas de la ciudad, los vi subir y bajar pasajeros del vehículo. Ninguno parecía tener consciencia de su vida; eran como los pétalos de una margarita que, en manos de una niña tonta, se desvanecían buscando respuestas...

Luego de la última parada, el chofer tomo la rotonda para ir hacia la autopista.

A pesar de la hora, éramos pocos pasajeros, una cosa que agradecí a Dios. Traté de imaginar sus nombres y sus vidas: la de la doña y su bolsa de mercado, carreando enseres para su pequeña casa; la del estudiante y sus enormes audífonos, oyendo quien sabe que porquería pornográfica; la del señor obeso, de peluquín barato, quien miraba a la jovencita de la minifalda como a un bistec sobre un plato... La historia que más me costó imaginar fue la de una hermosa mujer y sus dos pequeñas, quienes, pegando sus deditos contra el vidrio, señalaban cosas afuera como quien descubre maravillas y tesoros…

Cuando vi venir el túnel, mis pensamientos se desperdigaron. Con cada tic-tac sobre mi barriga, vi pasar escenas de mi mundo… ¡Sus vidas, sus pobres vidas!... Ninguno sabía que los había hecho parte de un macabro juego terrorista.