Entrada al Concurso de microrrelatos de Literatos | Al final de Aquella Fila.

En su juventud le dijeron que su destino se encontraba al final de la gran fila, así que de inmediato se embarcó en su peregrinaje hacia ella. Cuando llegó, se percató de que los dichos no exageraban con lo grande que era. Quiso incorporarse pero le detuvieron, indicándole que no podía entrar con todo lo que llevaba encima, así que lo desposeyeron, dejándolo desnudo, sin patria, ni pasado ni nombre, solo así le permitieron entrar.

Al principio su entusiasmo era mayor a su incertidumbre. Mas cuando los días se tornaron semanas y las semanas en meses, su duda creció. Entonces preguntó a los demás: ¿Qué yacía al final de la fila?. Su pregunta fue respondida de una manera irracionalmente hostil. Solo cuando él juró jamás levantar la voz la calma volvió, pero el pesar le embargó. Y así estuvo por décadas...

Olvidó cuando fue la última vez que la fila avanzó, pudo ser ayer como hace años. Tampoco sabia si estaba al principio, a la mitad o al final, Tanto al frente como tras de él se extendían un millar de almas, el espacio-tiempo no tenían cabida dentro de la fila. Él se fue mimetizado con los demás, perdiendo el cabello, la piel tornándose grisácea y colgante, encorvado y fatigado.

Un día él cayó desmayado por el cansancio y cuando despertó se encontró fuera de la fila. Trató de volver, pero los demás no se lo permitieron. Tras varios intentos, viro su vista al Este, donde el Sol emergía tras una cordillera. Algo en su interior le impulso a querer descubrir que se ocultaba detrás de las montañas, así que se levantó y partió en dirección al sol.

Son vagos los detalles de lo que ocurrió con ese peregrino después. Dicen que tras las montañas fue abrazado por el sol y así recuperó el color de su piel. Más adelante la lluvia regó su cabeza y recuperó su cabellera. Cuando encontró el mar, las tortugas marinas le llevaron hasta un naufragio, donde las gaviotas y los cangrejos ermitaños le ayudaron a repararlo. Nunca rompió su juramento de no levantar la voz, aprendió el idioma del viento, hablando entre susurros, eso le ayudo a volverse hermano de las tormentas y compadre de los huracanes.

El peregrino había olvidado la fila, pero una mañana se encontró navegando cerca de un gran acantilado de piedra negra cual obsidiana. Usando su catalejo pudo ver en la cima con claridad a una persona, sin pelo, de piel grisácea y colgante, encorvada y con un rostro fatigado. Cuando esa persona se encontró con el borde del acantilado, una tristeza y desesperación indescriptibles le invadieron. Cayó de rodillas sollozando y se fue arrastrando al vacío. El peregrino fue en su rescate y cuando pudo sacar al desvalido del agua le dio abrigo y comida.

Más gente fue cayendo del acantilado, y todas fueron salvadas. Cuando el barco ya no pudo con más, el peregrino fue a la costa más cercana para ponerlos a salvo, dejando una pequeña barcaza con voluntarios para seguir rescatando. A aquellos que quisieron quedarse se les enseñaron las costumbres del peregrino, y a los que partieron se les indicó en donde podían encontrar un nuevo propósito o quizá volver a casa.

Los años pasaron, el peregrino murió anciano sin saber porque el mar lo hizo volver a ese lugar, pero las personas que caían del acantilado nunca dejaron de ser salvadas, pues otras personas heredaron la responsabilidad, y después de ellas otras más. Y aunque la fila no disminuyó su tamaño, tampoco lo hizo la dedicación de aquellos quienes esperaban al final.