Mírame. Un relato

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Estás y luego ya no. Te conviertes en sueño, un recuerdo, un espanto.

Hace poco encontramos a Mariana en la entrada de la casa; estaba despeinada y no más ojerosa que de costumbre; no más ida de lo usual, ni más pálida, ni más muda. Una vez más mamá prefirió ignorarla. Por varios años había fingido querer rehabilitarse, regresar a Dios. Pero mentía.

Las drogas son demonios difíciles de vencer. Muchas veces te rindes y te devoran. Mariana se había rendido.

Yo la veía allí tirada y en mi corazón sabía que debía ser compasiva y tenderle la mano, sin importar cuán bajo hubiera caído. Sin embargo, estaba consciente de las consecuencias. No fue bueno la última vez que lo intenté. Mamá aún no se recuperaba del todo; de vez en cuando sufría brotes psicóticos. Durante el último episodio, en medio de la confusión, algo me golpeó tan fuerte que perdí el conocimiento, así que me perdí de las puñaladas y de cómo casi queman la casa. Al día a siguiente, era un hecho que no podían dejarnos solas, pero nadie de la familia quiso llevarnos. Desde entonces, el tío Julio venía al cerrar su tienda y se quedaba a dormir.

Aquel día el sol al fin abandonaba la calle y la noche entraba con paso rápido, atrapando las sombras en fuga, como un vengador nocturno que castiga a los pecadores prófugos. Luego al fin hubo silencio, excepto por los pasos y el abrir y cerrar de las puertas. Cuando hubo llegado el tío Julio, de nuevo, dormimos en paz (aunque no sin pensar en ella; seguro mamá pensaba en ella y el tío, al igual que yo).

Al día siguiente y luego de un sueño tranquilo y reparador, me levanté antes de la hora acostumbrada; aún no aclaraba. De golpe, la recordé y me asomé a la ventana. Desde mi ángulo no podía ver bien si aún estaba echada en la entrada. Creí verla. Cuando la luz del sol empezó a caminar por la avenida, vi que se movió rápidamente y mientras huía, sentí, tal vez, una mirada.

Mi mente comenzaba a divagar, pero el sonido de la alarma interrumpió mis suposiciones y recuerdos. Era otro día; debía aceptarlo y seguir. Cuando bajé a la cocina, ya todos se habían ido. ¿Hasta cuándo seguirían ignorándome? No era justo.

Una vez más fui a la oficina de mamá, pero esta vez no me quedaría inerte, a observar la desfachatez de no dirigirle la palabra a su propia hija. Esta vez yo la confrontaría. Yo también sufría por Mariana. Yo no era la villana en esta historia; nunca la apoyé en su adicción y cuando la dejé entrar aquella tarde, no tenía idea de que nos atacaría. ¿Qué tan loca está una madre cuando puede ir a trabajar, pero no puede mirar, ni hablarle a sus hijas?

La tomé del rostro y la miré fijamente. ¡Háblame! Le grité. No me importaba hacer una escena; que la despidieran. Estaba herida y harta. ¡Háblame! Le grité de nuevo. Ella apartaba la mirada de mí y la enterraba en el piso. No te escucho, repetía en voz baja. Me enfurecí. Grité más fuerte. La tiré del cabello y la arrastré hasta la entrada. Los ojos, todos, nos seguían. Ojos de terror. ¡Dios mío! ¡Jesucristo! Los empleados se apartaban del camino. ¡Alguien que la detenga antes de se estrelle contra la puerta!

Ah, la puerta era de vidrio; en medio de mi arrebato no vi que estaba cerrada y me fui contra ella. Desde afuera pude ver la sangre, pude ver cómo corrieron a ayudarla. Al parecer no había sido un golpe grave, pero había que llevarla al hospital para estar seguros.

Yo me quedé allí afuera reflexionando sobre lo que había pasado. Mamá salió a los pocos minutos, acompañada de dos mujeres.

Fue entonces cuando me miró y me habló. Y lo que me dijo apagó mi rabia: Estás muerta. No eres real. Estás muerta. No eres real. Mamá repetía esto una y otra vez; en verdad, parecía bastante loca. Sentí lástima.

Gracias por leer.