La noche que no pude hacer nada contra la plaga │Relato

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Aquí donde resido nos hemos infestado de plagas. Hay mosquitos, chiripas, cucarachas, ratones. Como si nosotros, los inquilinos, fuéramos quienes han invadido la casa en vez de las alimañas.

Todos los días despierto muy temprano y me quedo acostado en la cama viendo al techo. Nunca tengo ánimos de levantarme. Mi hermana dice que estoy deprimido, como si no lo supiera, y que necesito volver a trabajar, encontrar una pareja, retomar los estudios, pasear por la ciudad, leer un buen libro. Yo le aseguro que lo haré, que daré lo mejor de mí; pero las sábanas me atan y entonces me quedo allí, en la cama, pensando y existiendo, cansado de todo. La llamo por teléfono cuando me quedo sin dinero, y ella, desde el extranjero, me ayuda con los gastos de la comida y el pago del alquiler.

Cuando estoy así, entre dormido y despierto, escucho a los demás inquilinos moverse por la casa. Somos cinco los que viven aquí: un vigilante de un centro comercial, un barbero de la avenida, un estudiante de artes plásticas, el casero que ronda los setenta años y yo. Cada uno en cuartos separados. Todos con sus propias historias y pasados. El más joven es el estudiante, y quizá, el más esperanzado.

A veces también escucho a los ratones entrar a mi habitación. Pasan por debajo de la puerta y hurgan entre las cajas que tengo apiladas en el rincón. Mis viejos libros de psicología los atraen. También escucho a las cucarachas: en medio de su vuelo chocan contra las paredes del pasillo que conecta las cuatro habitaciones del piso superior: cada golpe resuena en mis tímpanos.

«Debo acabar con esta plaga», me digo. Entonces hago un esfuerzo sobrehumano, me levanto apresuradamente y, con la chancleta en la mano, corro hacia las cajas del rincón para matar a los ratones, pero salen de mi habitación por la misma puerta que entraron, con una velocidad que me supera.

Aun así, abro la puerta y me asomo al pasillo, esta vez en busca de las cucarachas voladoras, como si se trataran de un premio de consuelo. Mato a la primera que veo y vuelvo a la cama, casi tan rápido como los ratones, porque no quiero toparme con los demás inquilinos. No me gusta hablar con ellos. Cuando lo hago, les comento sobre la subida del dólar, el precio de la comida o la inflación, para no caer en otros temas y salir del paso; pero ya saben cómo es la gente, siempre tienen que contar algo sobre sus vidas, penas o dolencias, ¡qué fastidio!

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Por esta razón espero hasta que todos se van a cumplir sus quehaceres —vigilar, afeitar, estudiar—, para salir de mi habitación, usar el baño que compartimos y queda al final del pasillo, antes de bajar al piso inferior en donde está la cocina, el comedor, la sala de estar y el cuarto del casero.

En la sala de estar hay un televisor, un sofá grande, una radio, un jarrón de porcelana vacío y varios adornos llenos de polvo, tan viejos como el hombre que se queda allí desde muy temprano escuchando las noticias, paseando entre los canales de televisión o durmiendo con el mentón apoyado sobre su pecho.

Siento lástima por él. Es un hombre solitario que perdió a su mujer hace más de una década y rara vez sale de casa. Vive de la pensión y de lo poco que nos cobra por dormir en las habitaciones de arriba, que antes pertenecían a sus hijos. Ninguno de ellos se preocupa por su salud o por lo que pueda pasarle a la casa. Todos están en el extranjero.

Hay rumores de que era un mal padre, que golpeaba a sus hijos y siempre peleaba con su mujer. Dicen también que el alcohol hizo que su familia entera lo abandonara; aunque nunca lo he visto beber. Sea cual sea la verdad, ningún ser humano debería estar solo durante la vejez. La vida es demasiado dura como para no tener con quien compartir tus buenos recuerdos cuando estás cerca del final de tus días.

Por esta razón, a veces, cuando lo veo sentado en el sofá con la televisión y la radio apagada, le hablo desde la cocina sobre deportes o política, mientras me preparo algo de comer. Al viejo le gusta dar su opinión sobre los chavistas y los escuálidos, los opositores y el nuevo régimen; contar cómo eran los partidos de beisbol entre los Magallanes y los Leones del Caracas por allá en su época; presumir que asistió al mundial de México en el 86’, en el que Maradona hizo el «Gol del siglo»; y repetir constantemente que las cosas eran mejores durante su juventud.

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Sin embargo, no le gusta que le diga nada sobre el estado en que se encuentra la casa o sobre las plagas que ya no soporto. La última vez que le hice un comentario al respecto, señaló la puerta de salida y me dijo que era libre de irme si quería. Pero en ninguna otra parte podré pagar una habitación tan barata, así que dejé de insistir.

En la cocina, como es lógico, también se encuentra el fregadero, y en él se amontonan los corotos porque nadie friega ni una cucharilla hasta que la necesita. Supongo que es normal si tenemos en cuenta que solo hay hombres en la casa. Gracias a esto, cada vez que quiero cocinar, mato a varias cucarachas o chiripas que salen entre los platos y las ollas.

A veces, me toca botar el agua acumulada en la ponchera que hay debajo del fregadero, porque la manguera del desagüe está dañada y gotea cada vez que alguien lo utiliza. Es un fastidio que esto pase. No sé qué hará el casero con el dinero que nos cobra, pero debería llamar a un plomero para que la repare.

Aunque no escribo esto para quejarme. En realidad quería contarles que anoche salí a caminar por la ciudad. Tenía tiempo sin hacerlo. Estiré las piernas y respiré aire fresco, libre de la humedad que hay en la casa y de aquella pesadumbre que no me deja salir de la cama por las mañanas.

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Cuando regresé me sentía hambriento porque no había comido desde el almuerzo. Entré en la cocina, maté unas chiripas que había cerca del fregadero, lavé un tazón y el budare para hacer unas arepas, preparé la masa, monté las arepas y comencé a picar aliños para hacer unos huevos revueltos. Mientras cortaba la cebolla en trozos pequeños, miré hacia debajo del fregadero, pensando que me tocaría botar el agua, y me encontré con una agradable sorpresa, una oportunidad poco probable, pero tan real y cierta como excitante.

Había un ratón dentro de la ponchera, completamente mojado, parado sobre sus patas traseras, viendo hacia todos lados, como si analizara la situación en busca de una solución. Al principio me desesperé y quise golpearlo con la escoba por miedo a que se escapara, pero luego pensé que salpicaría el agua mal oliente por toda la cocina y no me apetecía limpiar.

Me acerqué a la ponchera y lo detallé. Era un ratón pequeño, quizá de unos dos o tres meses de vida, aunque no estoy seguro. El agua cubría poco más de la mitad de su cuerpo, por lo que debía tener frío si llevaba mucho tiempo allí. Deduje que había caído dentro por error y que no había podido salir porque el interior de la ponchera estaba mohoso. La idea de dejarlo morir de hipotermia me hizo sonreír como un desquiciado.

Continúe preparando la cena, mirando de vez en cuando al desafortunado roedor, pensando que a la mañana siguiente lo encontraría flotando dentro de la ponchera. Me alegró saber que esto pasaría. Desde que los ratones comenzaron a entrar en mi habitación, no había podido matar a ninguno.

Luego de servirme la cena, regresé a mi habitación y comí sentado al borde de la cama. La casa estaba en silencio. Era viernes por la noche y, como de costumbre, ninguno de mis vecinos había regresado. El casero solía dormir temprano, así que no había nadie más que pudiera hacer ruido.

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En ese momento, un ratón pasó por debajo de la puerta y se detuvo cuando me vio, como si no esperara encontrarme allí. Intenté lanzarle una de las chancletas que tenía cerca de la cama, pero se fue antes que pudiera agarrarla. «Pronto morirá uno de los tuyos», pensé, y al mismo tiempo recordé lo que le había pasado a mi madre.

Se me quitó el apetito.

Dejé el plato de comida a medias sobre la mesa de noche y me acosté en la cama, con aquella sensación en mi pecho, como si alguien lo desgarrara por dentro, recordando a mi madre y lo buena que era. Al rato, me quedé dormido.

Cuando desperté eran la una de la madrugada. Varias chiripas y cucarachas estaban sobre el plato de comida. No pude matarlas a todas, pero maldije a cada una de ellas, como si esto sirviera de algo.

Bajé hasta la cocina para botar el resto de la cena y dejé el plato en el fregadero. Me acordé del ratón y encendí la luz para verlo. Habían pasado alrededor de cuatro horas desde que lo descubrí en la ponchera. Pensé que encontraría su cuerpo flotando, pero no fue así.

El pequeño roedor seguía vivo. Estaba completamente mojado, como si hubiera intentado salir de la ponchera mientras yo dormía. Continuaba apoyado sobre sus patas traseras, pero esta vez frotaba las patas que tenía desocupadas, una contra otra, para darse calor, intentando sobrevivir a toda costa.

Aquella escena me hizo sentir mal. Yo deseaba la muerte de aquel animal porque son una plaga para nosotros; pero él quería vivir, aunque fuera por instinto, y me faltaron las fuerzas para impedírselo.

Agarré la ponchera y caminé hasta el patio para botar el agua y ayudarlo a salir de allí. Pensé que se asustaría y comenzaría dar vueltas buscando escapar desesperadamente, pero se quedó quieto y me miró con sus ojos prominentes, como si supiera lo que yo iba a hacer.

Definitivamente era un campeón, la muerte vino a llevárselo y él no se rindió en ningún momento. Me sentí poca cosa frente a su valentía. Hace años, yo también había caído dentro de una ponchera, tras la muerte de mi madre, y me ahogaba en las aguas de mi dolor, pero no tenía el coraje para salir adelante.

Boté el agua en el patio y el animal se perdió entre los matorrales. Volví a la cocina y dejé la ponchera en su lugar. Apagué la luz y me fui a mi habitación, sin dejar de pensar en lo sucedido.

Hoy, en la mañana, mientras preparaba mi desayuno, hablé con el casero y le comenté sobre la idea de adoptar un gato. Le expliqué los pros y los contras, y le aseguré que yo me haría cargo de todo. Ahora me toca buscar uno. Estoy pensando en ir para una casa de animales refugiados. Decidí también que era hora de volver a buscar trabajo, y quizá, retomar los estudios.

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¡Gracias por leer!

Espero hayas disfrutado de la historia. Nos vemos en otra publicación.



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9 comments
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Querido amigo, me llegó tu relato... ¿Sabes que detesto? Lo poco leídos que son, siempre empiezo a leerte como quien no quiere y termino pegada como loca leyendo, y cuando terminan, viene esa pequeña depresión que me hace sentir que deseo más de tu obra. Espero seguirte leyendo.

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Querida Magda, espero estés muy bien.

¿Sabes? Lo que detestas, al principio me afectaba, pero ya no me preocupa. Por supuesto, me gustaría tener más lectores, sin embargo, pienso que lo mejor es enfocarme en hacer bien mi trabajo.

Por otro lado, valoraciones como la tuya, hacen que tenga sentido las horas que pasé reescribiendo esta historia y buscando las imágenes adecuadas. Estoy muy agradecido por tu lectura y comentario. No dudes que seguiré publicando.

¡Un abrazo!

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Yo me he declarado adicta a tus publicaciones desde que te leí por primera vez... Y te lo juro, empiezo a leerlas y me quedo hasta el final, cuando terminan siento la necesidad de más y más, y a veces hasta leo dos o tres veces los viejos escritos que haces. Ya me conoces y sabes que no miento.

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Lo sé, corazón. No pongo en duda lo que dices. Me ha pasado lo mismo con autores que me han enganchado con su obra desde el principio. Gracias, es un honor para mí.

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Interesante tu relato. Es ficción o real?
Salvar y ayudar una vida, sea de la especie que sea, nos energiza el alma.

Si supieras las veces que he rescatado una abejita de una alberca, y me duele cuando he pisado sin querer un insecto del piso.
Saludos Junior, @abrunet

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Hola @abrunet. El relato es ficción.
Concuerdo. Todo acto destructivo que llevamos a cabo nos destruye también, por lo tanto, cualquier acción contraria tendrá una repercusión positiva en nuestras vidas.

Entiendo. Es lo mejor que podemos hacer en este mundo: ayudar a preservar la vida. Al igual que tú, no me gusta pisar los insectos; aunque parezca extraño, o mentira, me pesa la conciencia cuando mato un mosquito o una cucaracha, pero a veces no tengo más opción.

Gracias por pasar. Saludos.

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