Homónimo │ Relato

avatar

SEPARADORES 3 título.png

Aquella vez, cuando la escuché hablar con mamá, me sorprendió su voz cargada de alegría.

Dos años atrás, Estefanía, mi hermana, había perdido a su prometido en un accidente, y Dios sabe que nadie está preparado para despedir a un ser querido. Los primeros meses ella pasaba el día llorando en su habitación y no quería comer; aunque mamá siempre la convencía de probar bocado. En una ocasión tuvimos que sacarla de emergencia para el hospital porque tuvo un colapso nervioso y casi se nos muere.

Un año más tarde creímos que se había recuperado, pero cantamos victoria muy pronto. Era cierto que mi hermana tenía mejor semblante y participaba de nuevo en las tareas del hogar, sin embargo, cuando los quehaceres terminaban, se quedaba en el sofá o en la cama, con aquella tristeza en el rostro y la mirada fija en un rincón, como si estuviera lejos, muy lejos, tal vez en el recuerdo de los días pasados, y así permanecía durante horas.

Ahora ella hablaba con ánimos. Supuse que era gracias al nuevo trabajo y me sentí orgulloso. Una semana antes yo le había sugerido que solicitara empleo en la vieja casa de empeños de la avenida. Al principio ignoró mis palabras, pero mamá le insistió porque ya no soportaba verla así y quería que se ocupara en algo, saliera de casa y socializara con otras personas. Estefanía cedió y consiguió el trabajo enseguida. Qué agradable era escuchar sus palabras llenas de vida, o eso creí en aquel momento.

Con el tiempo, se veía rejuvenecida, incluso feliz. Yo estudiaba por las mañanas y después del liceo trabajaba en la panadería de mi tío hasta el anochecer. Cuando llegaba a casa, lo primero que escuchaba era la radio encendida y luego la voz de Estefanía, que cantaba a todo pulmón desde su habitación o la cocina, mientras ayudaba a mamá con la cena o preparaba sus cosas para la siguiente jornada laboral.

Ella se había graduado de bachiller hacía años y no fue a la universidad. Decía que no requería de un título para hacer grandes cosas en la vida, y yo le creía. La admiraba por la facilidad con que se ganaba en el corazón de los demás. No era malintencionada y, aun así, conseguía lo que quería. ¡Esa era la Estefanía que yo conocía! Y ahora estaba de regreso. Sí, había vuelto a ser ella; pero, ¿por qué yo había comenzado a extrañar su mirada vacía y aquel rostro consumido por la melancolía?

Una noche, cuando llegué del trabajo, encontré a mamá y a Estefanía en la sala, estaban vestidas con sus mejores ropas como si fuera diciembre. Al verme entrar, se levantaron para recibirme y me informaron que el dueño de la casa de empeños, la esposa de este hombre y su hijo comerían con nosotros. En pocas palabras, tenía que bañarme, vestirme y aguardar también por ellos.

Al dueño lo había conocido cuando pasé por su tienda, atraído por el cartel de «Se busca empleada» que colgaba en la puerta. Era un hombre de mediana estatura, entrado en años, moreno, de cuerpo robusto y un talante afable. A su esposa no la conocía, sin embargo, mi mamá y Estefanía habían hablado sobre ella en más de una ocasión y al parecer era una buena mujer. Pero de su hijo no sabía nada; era la primera vez que escuchaba sobre él.

Desde que llegaron los invitados, mi asombro fue en aumento gradualmente. Mi mamá y Estefanía parecían conocerlos de toda la vida, por lo que sentí estar demás entre ellos. Aunque el viejo Arnaldo resultó ser un sujeto muy simpático, humilde y conversador. Por otro lado, su mujer no era completamente de mi agrado: a veces me miraba como si fuera un perro sarnoso y temiera que la contagiara. Pero lo que me desconcertaba era el hijo nacido de aquella unión: como si se tratara de un amargo recordatorio, su nombre era idéntico al de mi excuñado, y en sus rasgos había similitudes con los del difunto.

Durante la cena, el viejo Arnaldo habló apasionadamente de la pesca, la caza y la vida del campo que había dejado atrás cuando decidió probar suerte en la ciudad. Yo escuchaba los relatos de aquel hombre con admiración, y me pareció que mamá también lo hacía, como si recordara los años que vivió con mis abuelos y mis tíos en el llano, antes que papá la sacara de aquel monte, la trajera a la ciudad y se casara con ella.

Aun así, no podía ignorar la actitud de Estefanía y el hijo del viejo, parecían cómplices de un gran secreto, como si…. ¡como si hablaran la lengua de los enamorados! Ahora todo tenía sentido ¿Quién podría alegrarse tanto de la noche a la mañana por un trabajo nuevo? ¡Era por él que ella reía! ¡Era por él que ella cantaba a todo pulmón!

Y eso estaba bien, ¿no?

La cena terminó y los invitados se fueron una hora después, entre risas y promesas de una parrillada en casa de ellos el próximo fin de semana. Estefanía había pasado gran parte de la velada cuchicheando con el hijo del viejo, y al parecer, todos estaban al tanto de su relación… ¡Todos menos yo! ¡¿Acaso no tenía derecho a que se me informara de estas cosas?!

Por otro lado, me parecía macabro que el sujeto se llamara como mi excuñado; pero más repulsiva debía ser la idea que tenía mi hermana en la cabeza cuando decidió relacionarse con él.

Esa noche, como habrán podido imaginar, no pude dormir. El nombre de mi excuñado, la picardía de mi hermana mientras cenábamos, el hijo del viejo estrechando mi mano mientras se presentaba. Todo daba vueltas en mi cabeza.

A pocos días del encuentro, el noviazgo se hizo oficial, lo supe una noche que llegué a casa y encontré al hijo del viejo besuqueándose con mi hermana en la sala. Por fortuna, el trabajo en la panadería de mi tío y el liceo me mantenían ocupado y alejado de la situación, lo suficiente para que no pensara en ellos; aunque las noches en vela se hicieron más frecuentes y una amargura inexplicable comenzó a apoderarse de mí.

Estefanía, en cambio, había sido raptada por los querubines, elevada a un cielo meloso y pintoresco en donde los sueños se cumplen y el amor es el motor que mueve al mundo. No tenía nada en contra de esto, pero no soportaba ver su sonrisa o toparme con esa mirada llena de vida… ¡esa maldita mirada que tienen los enamorados!

Llegar del trabajo, encontrar en la sala a mi nuevo cuñado hablando con mi mamá o calentando la oreja de mi hermana, poco a poco formó parte de la rutina, y de esta manera nos fuimos conociendo.

Según él, me respetaba y admiraba porque veía en mí una madurez escasa en la juventud actual y aseguraba quererme como al hermano que nunca tuvo. ¡Qué hijo de puta! Yo tan solo veía en él una molestia, un intruso ignorante. Él no era consciente de lo feliz que la hacía, de cómo su patética existencia coloreó el mundo de Estefanía. ¡No! ¡Qué iba a saber él! Aun así, me aproveché de su zalamería y le hice creer que éramos amigos.

Cuando llegó el día de mi cumpleaños, decidí celebrar mis dieciocho años con una modesta reunión. Invité a mis familiares más cercanos, compañeros del liceo, varios amigos del barrio y, por supuesto, a mi cuñado y sus padres. No sabía cómo, pero había llegado el momento de hacerme cargo del asunto.

Debido a la fecha, pasó el día lloviendo y el cielo se despejó al anochecer. Por un momento pensé que nadie asistiría a la reunión, pero los invitados llegaron uno tras otro paulatinamente.

Aunque que me molestaba ver a Estefanía en compañía de mi cuñado, la presencia de mis amigos aplacó mi amargura y las horas pasaron desapercibidas. De esta manera se hizo de madrugada, entre tragos de ron, vallenato, merengue y salsa brava.

A las tres de la mañana casi todos los invitados se habían ido. Incluso mi mamá y Estefanía se acostaron a dormir. En el patio estábamos dos viejos amigos, una compañera de clases a la que ellos querían ligarse, mi cuñado y yo, con música a volumen moderado y discutiendo sobre dónde podíamos comprar más alcohol, porque nos quedaba una botella y estaba por acabarse.

A pesar de lo inútil que podía llegar a ser, salimos en busca de una licorería y en el camino confirmamos lo que habíamos previsto: todas estaban cerradas. Llegamos a comentar que aquello era una especie de maldición, pero seguimos con la búsqueda y nos alejamos del barrio paseando de mano en mano la última botella de Carta Roja.

Las calles estaban mojadas por la lluvia del día anterior, y solo nosotros transitábamos por ellas, como si estuviéramos en una ciudad fantasma. En el ambiente dominado por el espíritu de la embriaguez, reíamos con cualquier tontería y parecíamos camaradas dispuestos a dar la vida el uno por el otro. Pero yo no estaba completamente borracho y me mantenía aferrado a mis convicciones: había llegado el momento de hacerme cargo del asunto.

Mi cuñado parecía estar a gusto y balbuceaba palabras que yo no entendía. Me encontraba tan absorto en mis pensamientos que no supe cómo hicieron mis amigos para llevarse a mi compañera de clases hacia un callejón oscuro. Cuando reparé en ello comprendí lo que mi cuñado decía: comentaba en voz baja lo desvergonzada que era la muchacha.

Ahora solo estábamos él y yo.

Llegamos a la avenida y continuamos la búsqueda. Al cabo de un rato le dije que probáramos suerte del otro lado de la autopista. No hizo falta convencerlo de nada: se tambaleaba, hablaba incoherencias y aseguraba estar enamorado de Estefanía con los ojos aguados, como si estuviera a punto de llorar. Qué patético.

Como era de esperarse, la carretera estaba vacía; pero es bien sabido, en cuanto a los viajes de carga pesada, que los camioneros prefieren hacerlos de madrugada para evitar el embotellamiento. El problema era cómo lograr que mi cuñado esperara allí, junto a su verdugo, a la enigmática muerte.

Consciente de que en mi estado era imposible realizar dicha tarea, el corazón comenzó a latirme desenfrenadamente y en cuestión de segundos tomé una decisión. Acabábamos de cruzar la autopista y nos encontrábamos en la cuneta que divide ambas vías. Él iba delante de mí.

—¡William! —lo llamé, y cuando se volteó le asesté un golpe en la mandíbula que no vio venir.

Mi cuñado cayó al suelo, aturdido. Sin darle tiempo a reaccionar, me senté encima de él e hinqué mis rodillas en cada uno de sus brazos para inmovilizarlo. Él era cuatro años mayor que yo y mucho más fornido, pero no le sirvió de nada. Golpeé con furia su rostro, una y otra vez, hasta que me dolieron los nudillos y aun así no lo maté.

El muy hijo de puta gritaba de dolor y me suplicaba que parara. Me pareció que tenía la nariz y la boca rota, además de las sienes. Sus párpados estaban hinchados y casi no podía ver sus ojos. Mis manos y brazos estaban salpicados de sangre, y me dio asco pensar que lo que corría por mi rostro no era sudor.

Entonces me levanté, me sequé con la franela que tenía puesta y, bajo la luz amarilla de los postes que alumbraban la carretera, comprobé que mis temores eran ciertos. Mientras tanto, mi cuñado se retorcía de dolor en la cuneta, gritaba y preguntaba por qué, sin mirarme directamente, como si no pudiera verme.

—¡Porque te odio! —grité, sin que me importara nada ya.

Mi cuñado no respondió y se quedó inmóvil por un instante, como si se debatiera entre pensar en lo que le había dicho o en las heridas de su rostro, y luego volvió a quejarse.

—¡Cállate! —grité y miré alrededor, en busca de un testigo que pudiera condenarme por lo que acababa de hacer, pero en su lugar encontré una piedra gigantesca.

—Ella era tan bella antes que tú llegaras —proseguí, mientras caminaba hacia donde estaba la piedra—. Se pasaba horas con la mirada perdida, y parecía tan, pero tan vacía, que por momentos era ajena a este mundo, como si su dolor la hiciera trascender y la convirtiera en mártir.

Agarré la piedra con ambas manos y regresé hacia donde estaba mi cuñado.

—¡Pero tenías que enamorarla, hijo de puta! —exclamé antes de golpearlo con la piedra varias veces para romperle el cráneo.

En medio del silencio que se hizo después, comencé a reír como si aquello fuera un chiste, sin terminar de creer que había cometido un asesinato, y contemplé mis manos temblorosas y enrojecidas. La sangre había salpicado tanto que la sentía en mi boca y la náusea repentina me hizo vomitar sobre lo que quedaba del rostro de mi cuñado; volví en mí tras hacerlo.

Ya no me parecía graciosa mi situación. Tenía que hacer algo para que no me descubrieran, pero no podía pensar con claridad en ese momento; solo quería huir de allí, por lo que busqué en la billetera de mi cuñado su cédula de identidad y cualquier otro documento con el que pudieran reconocerlo y me di a la fuga.

Tuve que esconderme en dos ocasiones para evadir las luces de unos coches que pasaron por la avenida, pero aun así llegué a casa sin ningún problema: solo las sombras se encargaron de señalarme y recordarme que era un asesino.

Iban a ser las cinco de la mañana, el cielo estaba encapotado y el frío era intenso. Me arrepentí de haber permitido, en medio de mi abstracción, que los otros tres se hubieran quedado con la última reserva de ron. Me apetecía un trago para seguir celebrando.

SEPARADORES 2.png

Cinco años han pasado desde lo relatado.

Las autoridades del estado comenzaron una serie de investigaciones que no llevaron a ninguna sitio dada su incompetencia; y aquel sábado, al amanecer, llovió con tanta fuerza que me regocijé al pensar que el cielo estaba de mi parte. El vómito, la sangre y mis huellas fueron borrados. Además, el cuerpo fue encontrado una semana después, y de él no quedaba mucho que rescatar porque los zamuros y los perros habían hecho de las suyas.

No se supo que era mi cuñado hasta que el viejo Arnaldo y su esposa lo declararon como desaparecido un mes después, ya que pensaban que su hijo se había ido para la playa con alguno de sus amigos durante días, sin decirles nada, como solía hacer antes de conocer a Estefanía; pero con el paso del tiempo descubrieron que no fue así, y cuando describieron cómo era su hijo frente a las autoridades, la estatura y el día que había desaparecido encajaban perfectamente con el tamaño y la hora de muerte del cuerpo que habían conseguido en la cuneta de la autopista.

Me interrogaron varias veces, pero me apegué tanto a mi versión de los hechos que pareció creíble. Según mi testimonio: salimos en busca de otra botella y luego de separarnos de mi compañera de clases y mis dos amigos, mi cuñado y yo decidimos ir por direcciones distintas; habíamos quedado en vernos luego en mi casa, con lo que hubiésemos conseguido para beber; pero yo no encontré nada y volví con la esperanza de que él me sorprendiera, así que esperé más de una hora por su regreso, para al final dar por sentado que se había ido a su casa, y acto seguido me fui a dormir.

Solo mi cuñado podía desmentirme, y nunca les di motivos a mis allegados para pensar que le quería hacer daño a él o alguien más, por lo que salí impune, y las autoridades declararon que aquello pudo haber sido un robo que se salió de control, un ajuste de cuentas, o Dios sabe qué, y de esta manera dieron por cerrado el caso, sin más pistas a su alcance y sin hacer declaraciones oficiales.

Terminadas las investigaciones y los ritos fúnebres, volví a encontrarme con la mirada pérdida de Estefanía por los rincones de la casa. Era tan hermosa cuando la desesperanza y la tristeza albergaban en su ser, que yo era feliz solo con verla.

Confieso que me costó comprender mis sentimientos por aquella época. Al principio creí, cuando la oí hablar con mamá, que su felicidad equivaldría a la mía, pero estaba equivocado. A veces llegamos a conocernos tan poco, que nos puede sorprender lo que en realidad deseamos.

Mi hermana no volvió a trabajar en la casa de empeños, ni tuvo fuerzas para asistir a mi acto de graduación. Esto último lo comprendí y no me molesté con ella. Todo lo contrario, me dedicaba a hacerle compañía por las noches sin palabras de consuelo, puesto que nada podía hacerla cambiar de parecer: creía estar condenada a ser infeliz y a ver morir a todos los hombres que llegase a amar.

Mientras tanto, yo disfrutaba de cada hora junto a su rostro hinchado y ojeroso. Apreciaba su tez pálida y de aspecto fantasmal. Me regocijaba al ver sus enmarañados cabellos. Saberla completamente derruida y sin ánimos, me extasiaba y llenaba de vida.

Al poco tiempo, cayó enferma de depresión y se entregó a los brazos de la muerte, como aquellos ancianos que enferman cuando su pareja de años fallece y pronto van a reunirse con ellos.

Lamenté su perdida, pero obtuve una recompensa inesperada tras las consecuencias de mis actos. Ahora mamá era quien, a pesar de mostrarse reacia en el pasado cuando papá nos abandonó, lloraba todas las noches y no soportaba estar en una casa repleta de recuerdos.

No mentiré al respecto, lo disfruté cuanto pude, sin embargo, Estefanía seguía siendo irremplazable, por lo que a veces, cuando veía a mamá desgarrándose el pecho de dolor, recordaba la mirada vacía de mi hermana y lloraba a moco suelto, añorando verla una vez más.

En la actualidad, estoy a punto de culminar mi carrera de arquitecto, a pesar de los contratiempos generados por la situación del país. No tengo novia ni planes de comprometerme, pero sí varias amistades con las que salgo a beber los fines de semana. El trabajo en la panadería lo cambié por otro de comida rápida, y este último por otro en una gasolinera, hasta que llegaron las pasantías.

Mamá continúa de costurera en casa. A diferencia de Estefanía, ella es una mujer fuerte y guardó luto por unos meses nada más. Luego se limitó a llorar a solas, quizá mientras yo estudiaba o trabajaba, lo sabía porque sus ojeras nunca desaparecieron.

He tenido varias relaciones a lo largo de los años, pero me veo obligado, luego de enamorarlas y hacerlas sentir amadas, a terminar con ellas de la forma más despiadada posible, para sentir, aunque sea por un momento, el éxtasis que me invade cuando veo a alguien sufrir mientras su mundo se derrumba.

SEPARADORES 4 Gracias.png

Las fotos utilizadas fueron extraidas de la colección Others_PHOTOS y pertenecen a Diane Picchiottino, fotógrafa de Unsplash.com

Si te ha gustado la historia házmelo saber en los comentarios.

perfil.png



0
0
0.000
3 comments
avatar

Una vez más devoré tus letras con impaciencia, desesperada por leer el final. Tienes magia muchacho.
Gracias por otra de tus historias

0
0
0.000
avatar

Gracias a ti por estar presente, Magda.
¡Un abrazo!

0
0
0.000