Satanás

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Mis vecinos compraron un perro porque tenía los ojos azules profundamente hermosos. Le pusieron por nombre: “Satanás”. A mí no me gustaba ese nombre, pero, después de lo ocurrido, lo acepté. Era el nombre apropiado: “Satanás”.

Ellos apreciaban mucho al perro. Sus ojos eran como pedacitos de cielo que miraban.

Los padres del niño Filipo, de tan solo dos años de edad, cuando llegaron de Francia compraron al perro para que sirviera de guardián de la casa.

En el patio le construyeron su bella jaula grande. El perro muy robusto (grandote) pronto adquirió fama en el vecindario de ser un “Perro Bravo”. Así lo decía el cartel que guindaron en la entrada de la casa: “PELIGRO: PERRO BRAVO”. Los vecinos conocían al perro. Y Satanás me conocía.

Lo sacaban en la noche a cuidar la residencia. Y en las mañanas, como recompensa, le lanzaban trozos de carne cruda que devoraba en segundos; contento movía su gruesa cola en señal de agradecimiento.

Se comportaba dócil con los dueños. A veces, lo soltaban en el día, lo dejaban que anduviera por toda la casa como un familiar más. Todos se acostumbraron a su presencia monumental. Le tocaban la cabeza, lo acariciaban y siempre lo consentían; Satanás movía su gruesa cola para demostrar su gratitud.

Hasta el día que recibieron una grata visita: llegó de Francia la abuelita de Filipo. Ese día la casa estaba llena de alegría. La abuelita de 80 años se reunía con ellos; pero, también estaba “Satanás”.

El francés, mi vecino, agarró al perro y lo llevó al patio. Lo metió en su inmensa jaula. Lo amarró con su cadena; y le sirvió agua y comida. Cerró el pasador para asegurar la puerta. Luego, se incorporó a disfrutar el grato momento familiar con la presencia de la abuela.

El niño Filipo, en un descuido, caminó hasta el patio y le quitó el pasador a la jaula y entró cuando Satanás estaba comiendo. Lo atacó. Y así de rápido la casa se convirtió en un hervidero de llantos y gritos de familiares y vecinos.

Yo también me acerqué a la casa; entré y llegué hasta el patio. Una sábana blanca teñida de rojo tapaba el cuerpo de Filipo. Me hizo llorar.

Fui hasta la jaula. El perro me vio; me reconoció. Hizo un gesto moviendo su colita. Pero yo no podía hacer nada para salvarlo. Estaba atrapado en su jaula, con la boca manchada de sangre y la soledad de un condenado a muerte.

Satanás me miraba con sus ojos azules profundamente hermosos.



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¡Uff, qué rudo! Buena narración.

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Wow que historia y saber que no fue culpa del perro, pero los humanos sentenciamos rápido, muy buena historia @jtk1

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Wow... super impactante el final, mas que todo por que muchos animales responden así ante alguien tocándoles o acercándose durante su alimentación. Realmente si no se les acostumbra a ello es imposible prevenir cosas como estas, muy buena y dura historia. Saludos.

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