Con este post termino el tema de la espiritualidad en el arte, y cierro también esta sección o serie que inicié hace más de un año, que con esta entrega alcanza su número 50. Creo que es suficiente. Supuso para mí un ejercicio intelectual muy productivo, porque no solo me llevó a buscar en mis notas, subrayados en libros, citas en mis archivos digitales, etc., lo que es ya muy exigente, sino también elaborar mis reflexiones a partir de las citas que hacía. En suma, una experiencia individual gratificante.

Quiero finalizar con cuatro reflexiones que nos aporta el académico, investigador, ensayista y crítico de arte venezolano Víctor Guédez, que sintetizan y enriquecen algunas anteriores. Guédez es un intelectual de alto nivel, cuya elaboración se ha centrado especialmente en tres grandes asuntos: las artes visuales, la gestión cultural y la gerencia empresarial responsable, campos en los que ha publicado varios libros en su prolongada producción.

El arte nace de una prefiguración espiritual y se proyecta hacia una imagen espiritual.

La dimensión espiritual del arte reclama una relación vivencial.

Mientras más profundo es el espíritu de una obra, mayor será la exigencia de profundidad espiritual que se le plantea al interlocutor. Pero también puede sostenerse lo mismo desde otro ángulo: el espíritu profundo del espectador permite ver el más profundo espíritu de una obra.

La dimensión espiritual del arte hace posible que el hombre encuentre en el presente una compensación interna que va más allá de sus nostalgias por el pasado y de sus ansiedades por el futuro.

Como apuntaban Kandisnky y Adorno (ver las entregas anteriores 1 y 2), no hay verdadero arte sin espíritu, sin alma (para decirlo de otro modo). Este estaría como una especie de indicio, presagio o intención en el hacedor que se intenta plasmar en la obra, y dependiendo de su logro, tendrá alcance más allá de ella.

No puede haber una auténtica empatía con la obra sino es por una relación vital; es decir, por eso que está en nosotros y que se con-mueve al sentir o recibir lo que el espíritu de la obra nos propone. Contraproducente una relación meramente racional, que sería fría y seca.

La correlación espiritual entre autor-obra-receptor es un rasgo de gran importancia a considerar. El emisor a través de su obra configura un talante que se expresa como densidad, exigencia, inquietud, etc., en el interlocutor. Y este, a su vez, puede, desde su sentir y pensar, redimensionar, enriquecer el espíritu presente en la obra, que puede estar solapado o latente.

Sentir / pensar la obra, que es “hacer alma” de ella en nosotros, nos sitúa en un presente vital en el que se despliega su sentido actual en nosotros, presenciamos la obra en su dimensión espiritual, la vivimos.

Referencia:

Guédez, Víctor (1999). Vanguardia, Transvanguardia y Metavanguardia. Caracas: Fondo Editorial Fundarte.

Gracias por su lectura.