Dos nacimientos coinciden hoy, entre otros. El de dos migueles de la literatura hispana: Miguel de Cervantes, en 1547, y Miguel de Unamuno, en 1864. De uno y otro autor he escrito ensayos o ficciones en esta plataforma (1, 2, 3, 4).

Con el propósito de no dejar pasar el día, de mucha significación para lectores de literatura hispana, y remover el interés en sus obras, he escrito este pequeño diálogo imaginario entre ambos.

—¿Sentía usted, Don Miguel, eso que llamé “hambre de inmortalidad”?

—Pues, quizás, pero no a conciencia, mi venerado doctor. Aunque usted mismo dice en su magistral libro que todos los humanos, quizás por ser tales, aspiramos a ser inmortales.

—¿Sería su Don Quijote un modo de manifestarse esa inconsciente aspiración?

—No fue mi intención inicial. Quería entretenerme un poco con una historia de alguien que pierde un poco la cabeza por leer tantas fantasiosas aventuras de los caballeros publicadas en los folletines que pululaban entonces, de los que yo había sido un vicioso lector, por cierto.

—Pero esa bagatela se convirtió en un libro casi canónico, mi apreciado escritor. Hoy, transcurridos tres siglos y más, sigue leyéndose.

—Me sorprende usted, aunque algo he sabido, por algunos fantasmas que me visitan —y dejó soltar una sardónica sonrisa.

—Don Quijote y Sancho deambulan por senderos quizás nunca pensados, no como fantasmas, precisamente. Son algo así como energías que impregnan la imaginación, incluso la más corriente, y por esa vía, infiltran el vivir, que usted —y yo le sigo— sabe que es una prolongada tragicomedia.

Cervantes volvió a sonreír, como si se viera en alguna imagen pasada. Unamuno cerró su cuaderno de notas.

Gracias por su lectura.

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