Las voces

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Al principio no eran más que sombras. Más que sombras, eran como figuras humanas que viera a través de unos lentes traslúcidos. Una de estas se me apareció mientras estaba atado. Me visitaba casi todos los días, era una figura masculina de mediana edad. Una vez me acarició con gesto paternal y sentí su mano fría atravesándome la frente. Eso me tranquilizó profundamente.

A lo largo de las semanas también estuvo conmigo la sombra de una anciana. Se sentaba en una silla mecedora de mimbre que aparecía con ella. Se mecía y me contaba historias, fábulas de tiempos remotos donde el conejo se llamaba Tío Conejo, y el coyote, Tío Coyote.

Tío Coyote siempre intentaba comerse a Tío Conejo mediante argucias, pero Tío Conejo siempre se daba cuenta del engaño y Tío Coyote terminaba muy mal parado. Esos cuentos me salvaron del maltrato de los médicos.

Decidí no dejar de hablar con Las Voces. Los médicos decidieron aumentar las dosis. Las dosis decidieron perfilar el contorno de las vaporosas figuras tanto que llegué verles los ojos, pero aún eran intangibles.

Las que más me visitaban eran la Anciana y el Padre. Luego, a veces, venía una niña de unos cinco años, vestida como una muñeca y que me hacía reír con sus ocurrencias. Un día, mientras uno de los médicos me evaluaba, se pasó todo el rato sentada encima de la cabeza del tipo haciendo muecas. Me reí con ganas y casi no pude contestar a las preguntas que me formulaba.

A raíz de eso me dieron nuevos medicamentos. Valió la pena. Pero la Anciana me instó a fingir que ya no podía verles para que me dejaran salir de ese horrible lugar, como decía ella.

En el último examen, la Anciana y el Padre, me dijeron lo que tenía que contestar a los médicos para que me dieran el alta. El plan funcionó y se convencieron de que el tratamiento estaba dando resultados, que me estaba curando y que ya no oía Las Voces (no les había dicho que también las veía, por supuesto).

Nada más lejos de la realidad, pero al cabo de unos días me pude ir a casa no sin antes hacerles prometer que seguiría tomando las pastillas y que visitaría con regularidad al psiquiatra de turno asignado a mi caso.

Lo de drogarme fue lo que menos me costó, ya que eran las píldoras las que aumentaban mi relación con Las Voces. Las tomaba con la ilusión de poder tocarlas alguna vez, porque poco a poco iba distinguiendo el color de sus ropas.

Tuve cierta normalidad cuando regresé a clases. En seguida me puse al día. Una de las voces pertenecía a un apuesto joven que me iba explicando lo que yo no entendía. El Joven, además, parecía saber mucho más que mis profesores. Sobre todo en historia.

Solía decir “yo estuve ahí, y eso no fue lo que pasó” y me contaba la verdadera historia. También sabía de matemáticas y pasábamos las horas libres hablando de filosofía clásica. Como es lógico, no tenía, ni quería, amigos del mundo corriente. Consideraba mucho más maravilloso las relaciones que llegué a entablar con Las Voces.

Algunas iban y venían, otras solo las vi una sola vez, las que más, estaban conmigo siempre; la Anciana, el Padre, la Niña y el Joven. Una vez incluso me visitó un tiempo un enorme caballo gris. Fue cuando más pena me dio no poder tocarlas.

Pero un día, después de un par de años medicándome, iba andando por la calle y algo chocó contra mis piernas haciéndome caer al suelo. Una de Las Voces, la de un perro concretamente, me había tirado y me lamía la cara. Ahora por fin ya podía tocarlas.



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