La memoria de mi abuela

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Quizá nadie se había dado cuenta, pero la abuela había empezado a dar algunos signos de vejez desde hace algún tiempo atrás. Ya saben, esos pequeños detalles que nos hacen darnos cuenta de cuan triste y demoledora puede ser la decadencia de la vejez.

Su memoria había empezado a fallar un poco, pero nada de qué alarmarse. Todos la veíamos descansar ahí en su sillón con su piel como papel arrugado.

¿Se han dado cuenta que algunas abuelas parecen derretirse con el paso del tiempo?

La habíamos visto eternamente ahí y nos parecía algo más propio de esa sala de clase media de cualquier lugar del mundo.

La abuela hacía lo que hacen todas las abuelas del mundo independientemente de su origen cultural, socioeconómico, geográfico. Andaba cocinando, limpiando algo ligero por ahí, cuidando las plantas. Esas plantas que parecían tener tanta edad como ella.

Mi abuela había empezado, unos años atrás, ese turismo de la tercera edad, ya saben, ese peregrinar que lleva a los viejos a vivir como gitanos de temporada en temporada con alguno de los hijos.

A mi padre nunca le tocó cuidarla porque nosotros siempre fuimos los raros de la familia. Un poco lejanos y egoístas, yo la visitaba poco, pero cuando lo hacía trataba de darle un poco de atención y cariño.

Un día saliendo de la universidad y sin saber muy bien por qué, sentí ganas de ir a visitarla, así como así, de la nada la genética me hizo tomar el camino al origen, a uno de los orígenes. Al golpear la puerta, salió a recibirme con su pequeña y delgada figura.

Ahí estaba la abuela con esa camisa blanca de algodón impecable, un saco escoses de lana, una falda de lino perfectamente combinada y para rematar esos zapatos tan especiales que parecen ser hechos por abuelos para abuelos. Esa especie de pantuflas redondas de lana de color café cuadriculado y suela de goma blanca con una bolita de lana en la punta.

Ahí estaba yo con mi metro ochenta de estatura y mis ochenta kilos de peso abrazando a esa frágil y pequeña viejita con sus zapatos de abuelita.

Luego, el ritual obligatorio. Darme de comer como si fuera refugiado de alguna guerra que vuelve a casa, pasarme como que fuera droga alguna golosina escondida por ahí y de remate una jarra con agua de remedio. Esto siempre fue especial para mí.

Era como una especie de ritual de toma de té japonés. El agua de remedio de mi abuela, que siempre estaba a disposición de todos, se hacía en una olla especial y milenaria se almacenaba en una jarra de cristal que tenía unas flores dibujadas y se servía en un jarro de lata.

Tal era el impacto de esto que hoy más de veinte y siete años después cuando lo estoy escribiendo aún puedo recordar cada detalle de olor y sabor y mi boca se pone nostálgica de ese gusto a hierva luisa, cedrón u otra hierva mágica.

Ese día luego de atiborrarme de comida y de golosinas nos sentamos en la sala a conversar. No había nadie, la tarde era perfecta, tibia, amarilla y tranquila. La abuela me miró con sus ojos cansados y esa sonrisa a la que le faltaba un diente. No sé por qué ese día me contó tantas cosas.

Su vida de niña en la hacienda donde había crecido y la vaquita llamada Deisy a la que ordeñaba, las cosas que le gustaban comer, la vez que de joven por proteger a mi padre, aún niño, había sido atropellada por un auto y solamente tenía una vértebra desviada.

No hablamos de un presente que probablemente a ella no le gustaba mucho o de un futuro que quizá sabía no era muy largo. Era una niña de ochenta y siete años confesándose conmigo, con ella misma. Buscando en su mente cada recuerdo maravilloso delo que había sido esa vida de asistente en una oficina, de ama de casa, de madre de siete, de esposa de un mecánico de aviones que terminó de barbero.

Su nostalgia por las temporadas lavando la única camisa y su vacío en medio de las temporadas de abundancia. Mi abuela había sido niña, joven y mujer con todo lo que eso significa. Sus expectativas no cumplidas pero perdonadas con cada uno de sus hijos, sus canciones favoritas, sus miedos y alegrías del pasado. Yo solo escuchaba en silencio a la abuela, era su momento de inspiración, de decirlo todo, de volver a existir a través de la palabra, de revivir por un momento.

No sé si fueron tres o cuatro horas de un monólogo espectacular donde yo imaginaba su vida como esas películas en blanco y negro. No supe bien con que tema donde comenzó ni con que anécdota o enseñanza terminó. Recuerdo partes de eso y las atesoro en mi memoria porque eso se transmite más allá de la genética. Sin embargo alguien llegó a la casa y tuvo que parar para hacer el ritual del agua de remedio nuevamente.

Salí de esa casa con una sonrisa espléndida de satisfacción en mi rostro y la cabeza llena de historias, de una vida que quizá haya valido la pena vivir.

A la mañana siguiente algún familiar me llamó y me dijo que habían llevado a la abuela al hospital para un chequeo de control porque desde hace unos días no se había sentido bien. No me preocupé mucho puesto que la había visto el día anterior, la había abrazado sintiendo ese suave aroma tan particular que tenía y sobre todo la había escuchado como nadie quizá la había escuchado desde hace muchos años atrás.

Eran las siete y veinte y siete minutos cuando entre sollozos algún otro familiar llamó preguntando por mi padre. Ella había muerto. Solamente fui al velorio para confirmar que era cierto.

Entré por ese silencioso pasillo franqueado de parientes sentados con pañuelos en la mano y atuendos negros. Me acerqué al ataúd que estaba abierto y la vi ahí. Acostada, silenciosa y con sus manos en el pecho. Aunque estaba sola sin sus plantas, sus jarros de lata o sus golosinas escondidas se veía tranquila. Me atrevería a decir que se veía feliz, con esa pícara sonrisa de alguien que ha sido escuchada por última vez.

Yo por el contrario, veinte y siete años después al terminar de escribir esto, tuve que levantarme al baño a lavarme la cara para disimular mis lágrimas, puesto que un hombre grande y primitivo no debe llorar. Aún lo recuerdo bien



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Menos mal que le hiciste caso a tu intuición para ser el espectador atento de las historias de tu abuela que jamás volverías a escuchar, poder compartir un momento de un recuento de vida cuando la vida se te hiendo.

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