Los padres de Daniel discutían siempre por la necesidad que tenía su hijo de compartir con otros niños. Por ser hijo único estaba inmerso en una burbuja de soledad y ensimismamiento que eventualmente era interrumpida por la forzosa intervención de sus padres, quienes insistían en sacarlo de allí cada vez que lo escuchaban riendo solo en su habitación o jugando con sus amigos imaginarios.

Una noche como cada jueves, se dirigieron al centro educativo donde impartían clases nocturnas, y el niño, ya con 10 años, los esperaría en casa jugando vídeo juegos o viendo televisión.

A Dani lo invadía la algarabía y la emoción cada vez que se iban sus padres pues sus nuevos amigos salían libremente y podían compartir los 3 entre juegos y canciones. Un duendecillo de grandes ojos y una hadita de cara afable solían visitarlo. Lo habían convencido de mantener en secreto su amistad, la pureza de su mundo de fantasía debía conservarse así el mayor tiempo posible.

Los peculiares visitantes habían ubicado al niño por razones específicas, necesitaban un pequeño solitario que se uniera a ellos para jugar en la eternidad. Sólo podrían lograrlo cuando el pequeño les manifestara el amor que ellos habían despertado en él, y que el sentimiento fuese expresado desde su puro corazón, en una noche de luna menguante, como aquél jueves.

-¿Nos quieres Dani? Le preguntó el hada mientras pestañeaba dulcemente.

-¡Claro! Ustedes son lo máximo. ¡Vamos! ¡Aprovechemos el tiempo!

-¿Quieres que juguemos para siempre Dani? Esta vez, fue el duendecillo quién habló.

-¡Por supuesto! Contestó el niño de forma distraída y sin dejar de moverse buscando su tablet para empezar la diversión.

-¿A ver Dani, nos quieres como tus amiguitos del colegio o algo más que eso? Inquirió el hada con fría expresión.

-Más, mucho más. Yo los quiero como los hermanos que nunca tuve hadita. Contestó Dani mientras se le helaba la sonrisa al ver una extraña transfiguración en sus amigos.

Los titulares de los días siguientes no dejaban de informar la noticia sobre la búsqueda de un pequeño de 10 años que había desaparecido de su hogar sin dejar rastros. Su madre lloraba desconsoladamente todas las noches en la habitación de su hijo tratando de entender. Entre lágrimas amargas a veces se extrañaba por la presencia de un pequeño arlequín de fieltro en el estante de juguetes que parecía mirarla fijamente y que no recordaba haberle comprado a su hijo.

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