Itinerarios, agenda, decoro; una serie de lineamientos que truncan la espontaneidad del ser humano y los convierte en marionetas obedientes a la voluntad popular, que anula para siempre la posibilidad de que se muestren tal y como son.

Derritamos esa muralla de hielo y simplemente comportemonos como lo que somos: seres humanos. Sin temor a mostrar nuestras alegrías y tristezas, nuestras fortalezas y debilidades. Sin miedo a lo que opinen los demás.

Hagamos caso omiso a tontos paradigmas, que lo que hacen es llevarnos a ser esclavos de absurdos pensamientos humanos. No permitamos que nos conviertan en un robot, impidamos que nos roben nuestra identidad.

La belleza de la espontaneidad humana no tiene precio; sonreír cuando deseas hacerlo, llorar cuando sientas la necesidad de hacerlo, gritar si es preciso y amar sin límites; es toda una proeza que se puede efectuar si pisoteamos las inhibiciones.

El peso extremo de una careta que duele llevarla, incomoda tenerla; no debe formar parte de nuestra indumentaria, arrojemosla al vacío. Seamos naturales, espontáneos, apegados a nuestra esencia y a nuestras convicciones.

Los ojos de la tierra pueden ser los más crueles, juzgan severamente sin sentir remordimiento y te colocan en una postura inamovible, coartando el despliegue de cálidos sentimientos. Convirtiéndose en homicidas de sueños y deseos.

Soñemos, vivamos, sonríamos, amemos, lloremos; mostremos a lo largo y a lo ancho que somos humanos. Seamos auténticos, personas con criterio propio; incapaces de hacer daño y capaces de ser felices siendo espontáneos.